La obediencia del lenguaje

05/02/2013 - 00:00 Jesús Fernández

 
  Hay un exceso de nominalismo social y mucho abuso verbal en nuestro tiempo. En la formación y explicación del lenguaje se ha utilizado siempre la imagen y simbolismo biológico. Los autores latinos de la antigüedad asimilaron este proceso a una generación donde emplearon la palabra “concepto” (concebido) para designar el estado embrionario anterior a las palabras en la mente. Las palabras se conciben y más tarde nacen o salen a la luz o exposición común de la sociedad que las recibe como una comunidad, como una familia lingüística asignando el nombre a las cosas. Como contrarios a este proceso de la vida de las palabras están los llamados estructuralistas que defienden el origen de las palabras en la sociedad misma, en sus estructuras, en sus clases sociales, en su organización.
 
  La sociedad hace a la gramática y no viceversa. Según eso, nosotros tenemos que obedecer a las palabras y no las palabras a nosotros. Perdemos su control o dominio y somos esclavos de su contenido social. El lenguaje se convierte así en un instrumento de control ideológico mediante la demagogia. Las palabras no tienen sentido en sí ni por sí sino que tienen que ser vaciadas y llenadas de otra intención para que sean capaces de transmitir el reflejo conflictivo y el enfrentamiento de la sociedad. Es la lucha de clase trasladada al mercado verbal, a la industria de las palabras. La guerra de las palabras. ¿Por qué no creemos, confiamos y obedecemos a las palabras? Las palabras tienen palabra, o sea, sentido, impulso y mandato.
 
  Ellas expresan lo que mandan y mandan lo que expresan. No son una silueta en el aire, o un dibujo en la arena que se las lleva el viento y el agua. Son un mandamiento que hay que cumplir y obligan en la razón. Las palabras son normativas. En ello consiste la dignidad del lenguaje que es una manifestación o expresión de la dignidad de la persona. Por el contrario, vivimos una época del abuso e instrumentalización del lenguaje en la llamada industria de la conciencia cuyo campo de batalla son los poderosos medios de información con su estructura productiva y empresarial.
 
   Lo cual no impide que las palabras sean una valiosa herramienta de comunicación entre los hombres. Todas las palabras tienen un sentido, una idea, antes y después de su existencia experimental o formulación y homologación. Hablamos mucho de corrupción y se aplica a la vida social y política no en un sentido alegórico sino real. Se refiere a un proceso de degeneración, de descomposición y destrucción de organismos vivos. Es lo contrario a la salud, a la robustez y vitalidad. La máxima expresión de la corrupción es la muerte. Ciertamente, trasladando el sentido genético y objetivo de la palabra corrupción a los procesos sociales, nos encontramos con comportamientos personales y colectivos en política que corrompen y destruyen la fortaleza moral de una sociedad.
 
  Lo que cambian los tiempos. Cuántas veces hemos tachado de antigua y retrógrada aquella expresión “corrupción de las costumbres” (usada por otros) como representativa de una vieja moral desfasada mientras buscábamos términos más progresistas. Diagnóstico certero y actual de una sociedad. ¿Dónde está el progreso en las palabras? Oh verdad, siempre antigua y siempre nueva, podríamos repetir. Tampoco las palabras pasan de moda porque el hombre y la razón no pasan de moda. Y, desgraciadamente, también la conducta, el mal, la corrupción permanecen inscritas en la naturaleza humana. Por lo demás el corrupto también es corruptible y terminará sus días en la nada. Así pasa la corrupción de este mundo. Mientras tanto, la llamada corrupción política está degradando nuestra convivencia y nuestra democracia y no como daño colateral sino dirigido al corazón de la comunidad de valores. ”