La soledad de la piedra
01/10/2010 - 09:45
Fernando Almansa - Periodista
Soñé que era una piedra; estática en un campo durante miles de años, hasta que hace unos milenios una rudimentaria azada comenzó a dar golpes a mi alrededor, y algún que otro coscorrón recibí.
Luego pasé meses rodeada de plantas iguales y monótonas para luego sentir que un humano me pisaba mientras cortaba aquellas plantas y se las llevaba.
Así durante siglos, cada año, desde aquel día se repitió la misma historia, los golpes de azada, las plantas acariciándome, el pisotón impertinente y la soledad hasta la nueva labranza. Siglo tras siglo, milenio tras milenio, hasta que un día el golpe de azada se cambió por un machaqueo de caballo, seguido por un cortante y arrastrante empuje de un arado, y me remató el pisotón del labriego. Lo demás fue igual, mis queridas plantas de cereal, la cosecha a mano y las pisadas de los segadores y espigadoras.
Yo, en mi sueño, veía con quietud mi situación de piedra, incapaz de moverme, y sólo capaz de sentir los empujones, la compañía del cereal, o la lluvia fresca cuando se precipitaba sobre los campos.En mi sueño, sentí un sobresalto cuando en lugar de las caballerías y las pisadas labriegas, un buen día, unas ruedas gigantes me arremolinaron y arados potentes me empujaron hacia abajo y hacia arriba de forma brutal: había llegado la mecanización del campo, y mi contacto con humanos y animales desapareció. Los gritos de los campesinos a sus bestias, jaleándoles para que no se detuvieran en la fatiga de la labranza se silenciaron y los rugidos de los motores los reemplazaron. El sudor de animales, racionales y simples, se cambió por el hollín de los motores. Pero afortunadamente, la dulce compañía de las plantas siguió ahí, y durante meses me beneficiaba de la sombra de las espigas y del cantar de los jilgueros que en la sazón del grano, venían a comer lo que Dios y el trabajo de los hombres les regalaban tan generosamente.
Esta parte de mi sueño duro apenas un siglo, hasta que un buen día, un segundo en mi sueño, sentí una vibración enorme, ya no eran ni tractores ni cosechadoras, eran grandes máquinas aplanadoras, y me mandaron a la quinta puñeta de un solo golpe y allí me quede viendo los movimientos de las máquinas, como un padre ve, en un domingo de invierno, jugar a su hijo al fútbol desde una grada alejada del campo de acción.
Las máquinas aplanaron, abrieron surcos, y finalmente una cuadrilla de operarios instaló un huerto solar y allí quedé sola de nuevo, expuesta al sol, y sin compañía de las plantas. Feliz de haber testimoniado desde mi sencillez de piedra, la evolución de la agricultura y el uso de la tierra, y me desperté cuestionándome, cual será el futuro de la tierra: ¿producir desde su seno o soportar paneles de absorción solar?.
Así durante siglos, cada año, desde aquel día se repitió la misma historia, los golpes de azada, las plantas acariciándome, el pisotón impertinente y la soledad hasta la nueva labranza. Siglo tras siglo, milenio tras milenio, hasta que un día el golpe de azada se cambió por un machaqueo de caballo, seguido por un cortante y arrastrante empuje de un arado, y me remató el pisotón del labriego. Lo demás fue igual, mis queridas plantas de cereal, la cosecha a mano y las pisadas de los segadores y espigadoras.
Yo, en mi sueño, veía con quietud mi situación de piedra, incapaz de moverme, y sólo capaz de sentir los empujones, la compañía del cereal, o la lluvia fresca cuando se precipitaba sobre los campos.En mi sueño, sentí un sobresalto cuando en lugar de las caballerías y las pisadas labriegas, un buen día, unas ruedas gigantes me arremolinaron y arados potentes me empujaron hacia abajo y hacia arriba de forma brutal: había llegado la mecanización del campo, y mi contacto con humanos y animales desapareció. Los gritos de los campesinos a sus bestias, jaleándoles para que no se detuvieran en la fatiga de la labranza se silenciaron y los rugidos de los motores los reemplazaron. El sudor de animales, racionales y simples, se cambió por el hollín de los motores. Pero afortunadamente, la dulce compañía de las plantas siguió ahí, y durante meses me beneficiaba de la sombra de las espigas y del cantar de los jilgueros que en la sazón del grano, venían a comer lo que Dios y el trabajo de los hombres les regalaban tan generosamente.
Esta parte de mi sueño duro apenas un siglo, hasta que un buen día, un segundo en mi sueño, sentí una vibración enorme, ya no eran ni tractores ni cosechadoras, eran grandes máquinas aplanadoras, y me mandaron a la quinta puñeta de un solo golpe y allí me quede viendo los movimientos de las máquinas, como un padre ve, en un domingo de invierno, jugar a su hijo al fútbol desde una grada alejada del campo de acción.
Las máquinas aplanaron, abrieron surcos, y finalmente una cuadrilla de operarios instaló un huerto solar y allí quedé sola de nuevo, expuesta al sol, y sin compañía de las plantas. Feliz de haber testimoniado desde mi sencillez de piedra, la evolución de la agricultura y el uso de la tierra, y me desperté cuestionándome, cual será el futuro de la tierra: ¿producir desde su seno o soportar paneles de absorción solar?.