La sombra del legislador Licurgo

20/02/2014 - 23:00 José Serrano Belinchón

La noticia no ha supuesto sino una vuelta más de tuerca en la vida de una sociedad a la deriva en la que se ha impuesto la ley del más fuerte, práctica social desde que el hombre existe, pero que hasta hoy, y cada vez menos, se venía rigiendo por unos determinados límites, contando como primero de ellos el derecho a vivir, seguido de otros derechos tales como el derecho al trabajo, a una vivienda digan, a la educación, a la asistencia sanitaria, y así a una larga lista de derechos que el hombre tiene por el simple motivo de serlo, y que en una buena parte brillan por su ausencia en el que consideramos mundo civilizado. Esto viene a cuento porque ya no es uno, sino dos de momento, Holanda y Bélgica, los países que dan carta blanca a la muerte de menores una vez aprobada por el Parlamento belga la aplicación de la “muerte asistida”, cuya normativa ya estaba en vigor para adultos desde el año 2002. Como más actual, también es más permisiva que la que viene rigiendo en la legislación holandesa, aplicable a niños y jóvenes a partir de los 12 años; pues en la nueva ley, aprobada por los dos tercios aproximadamente de los parlamentarios belgas, ese límite de edad no se contempla, sino otro tan elástico como “la capacidad de discernimiento del menor”, válvula de escape por la que se anula el límite de edad. Siendo lo más triste que en la sociedad belga no existe una demanda social que reclame tal medida, y menos aún entre la clase médica, pues según hemos podido saber más de un centenar y medio de pediatras se han manifestado en contra de esa ley.
El hecho, tal como lo vemos y desde donde lo vemos, no tiene mucho que comentar, metidos como estamos hasta el cuello dentro de lo que se ha dado en llamar la cultura de la muerte, a la que pertenecen una parte significativa de las noticias que a diario nos ofrecen los medios de información: miles de abortos, centenares de crímenes, un sin fin de asesinatos, violencia extrema de género, sin que nadie haga nada, o por lo menos lo suficiente, para evitarlo, comenzando por la clase dirigente que, como parte fundamental de esa cultura, la suelen facilitar en lugar de evitarla, dictando leyes a su favor en pro de una convivencia más difícil y de una sociedad cada vez más desgraciada y desasistida.
A raíz de estos razonamientos tan de andar por casa, hemos oído argumentos peregrinos, como que los deficientes físicos, y síquicos sobre todo, son una carga social que los países no se pueden permitir, entre otras lindezas como que esta clase de enfermos amargan a perpetuidad a una familia, por lo que no ha de considerarse una idea descabellada quitárselo de en medio. Ideas que con un mínimo de uso de razón y en su sano juicio, a nadie se le ocurriría defender salvo en el caso extremo, cada vez menos extremo, de poner sobre la mesa la ley del más fuerte, una ley fuera de ley, cobarde e injusta donde las haya, pero que, nos guste o no, es uno de los signos de civilización de nuestro tiempo. Y dando sentido al título de este comentario, debo añadir que Licurgo fue un legislador de la Esparta clásica, que consiguió un ejército poderoso mandando despeñar por el monte Taigeto a todos los niños que nacieran con algún defecto. Acabó quitándose la vida, en un acto de obligada coherencia.