
Leonardo Da Vinci y la gran traición a nuestro talento
Leonardo da Vinci murió un 2 de mayo de hace más de 500 años. Medio milenio desde que uno de los cerebros más brillantes que ha parido la humanidad dejó de respirar… pero no de inspirar.
Porque la muerte, para algunos pocos, es apenas un trámite. Da Vinci no ha muerto del todo. Su legado lo mantiene más vivo que muchos que aún caminan entre nosotros.
Y, sin embargo, hay una pregunta incómoda que se cuela sin permiso: ¿qué estamos haciendo nosotros con nuestro talento?
Da Vinci no fue un hombre común, eso está claro. Fue pintor, ingeniero, anatomista, inventor, músico, filósofo, y en cada una de esas áreas dejó huella. Vivía entre cuadernos, bocetos, disecciones y delirios visionarios.
Era un tipo al que no le bastaba entender el cuerpo humano si no podía también volarlo por los aires. Lo suyo no era la especialización. Lo suyo era la curiosidad sin límites.
Hoy, en cambio, vivimos en una época que nos vende el mito de la especialización como virtud suprema. “Sé el mejor en algo”, nos dicen. Pero nadie nos pregunta si ese “algo” nos apasiona. Desde chicos nos empujan a elegir una carrera, un camino, una etiqueta. “¿Qué vas a ser cuando seas mayor?”, como si uno no pudiera ser varias cosas a la vez.
¿Y si el verdadero talento no está en saber mucho de una sola cosa, sino en atreverse a explorar muchas? Leonardo probablemente no pasaría una entrevista laboral moderna. Su currículum sería un desorden glorioso: pintura, sí, pero también máquinas imposibles, estudios de anatomía, planos de fortalezas militares, teorías sobre el agua. ¿Quién lo contrataría hoy? Tal vez nadie. Y ahí está lo trágico.
Pero no todo es culpa del sistema. También hay una traición silenciosa que hacemos cada día: la de posponer nuestros talentos. ¿Cuántas veces decimos “no tengo tiempo para eso”, “ya no estoy para aprender cosas nuevas”, “eso no es lo mío”? Esa mediocridad cómoda que nos va anestesiando. Como si el talento fuera un lujo y no una responsabilidad.
Leonardo soñaba con volar… y dibujó una máquina voladora. Su genio no fue solo imaginar, sino construir. Y ahí hay otra lección que solemos olvidar: tener ideas está bien, pero ejecutarlas es lo que realmente deja huella. No basta con soñar desde el sofá. Hay que levantarse, ensuciarse las manos, equivocarse, empezar de nuevo.
Quizás por eso su legado no envejece. Porque no es solo una colección de obras o inventos, sino una actitud ante la vida. Un recordatorio brutal de que el talento sin acción es humo. De que no estamos aquí solo para cumplir con lo mínimo, sino para explorar lo máximo.
Leonardo murió hace siglos. Pero la pregunta sigue ahí, viva, incómoda, brillante: ¿qué estamos haciendo tú y yo con lo que llevamos dentro?
Tal vez sea hora de desempolvar ese viejo cuaderno de ideas, esa guitarra abandonada, ese proyecto postergado. No para ser un Da Vinci —que con uno ya es suficiente, sino para ser la mejor versión de lo que somos capaces de ser.
Y quién sabe… quizás en unos siglos alguien encuentre tus ideas y diga: “este también vivió más allá de su muerte”.