Los churros
El churro, no digamos salpicado de azúcar, es la magdalena de Proust pero ahora lo han llevado a las páginas de economía porque está un cuarenta y cuatro por ciento más caro que ayer. La culpa es del aceite, dicen
No era cosa de ricos, pero sí de domingo. A primera hora Pedro recorría la ciudad y en cada portal, pero desde el centro de la calle, avisaba con un “¡churreeeeero!” que algunos imitábamos cuando le veíamos. La primera sílaba apenas se pronunciaba pues la ch daba entrada sin mayor esfuerzo, y la última se cortaba en seco. Pedro, a esas horas de Dios y de don Quijote, era también depositario y portavoz de las noticias de la noche, que acababa de atrapar al vuelo. No siempre, pues la pequeña ciudad dormía y no saltaba al teletipo del corrillo más que una muerte a destiempo o un atropello, lo local por encima de lo nacional, periodismo puro. El gallo daba paso a Pedro para que levantara la barrera del paso a nivel de la vida cotidiana, la que, cuando quisimos darnos cuenta, nos había puesto en dos zancadas ante el féretro de los amigos de los padres.
Pedro, pedaleando, salía por la tarde en busca de los manojos de juncos que crecían en la ribera del Henares, los segaba con una pequeña hoz como la de Panoramix y, en un fardo, los acoplaba en el silletín trasero de la bici, y vuelta. El churro de ayer, y el que se precie, era un lazo. Por la tarde los veíamos cerrar a una mano, mientras Paco, su hermano, giraba la rueda de madera que movía un eje para presionar el émbolo que daba salida a una cuarta de masa firme con la izquierda, con los tres primeros dedos de la derecha abrochaba el lazo que caía en la enorme sartén de aceite limpio. Ese lazo permitía ensartarlos con la flexibilidad del verde junco por medias o por docenas y Amparo y Rosa, sus respectivas, delantales como litúrgicos manteles de altar, los presentaban con un aire. Hoy, estiraos, son otra cosa, como para servir en Embassy, donde nunca entraron.
El churro fue aquello, el churro de las mañanas de las pequeñas ciudades de Castilla y de la Mancha, al menos; después se simbolizó en San Ginés, a espaldas de la iglesia donde bautizaron a Quevedo y casó Lope de Vega, como final de la maratón nocturna pues una retirada sin pasar por la chocolatería invalidaba la gloria y leyenda de una noche iniciática de crapuleo o de postboda. La de San Ginés, emblema de otras no tan lejanas como la de Valor, en Callao, es el faro pijo de las churrerías, que no todo está perdido, aunque los camareros los sirvan con niki de luto. La fija ambulante entre el Clínico y la Jiménez Díaz, después de haber pasado a las ocho por el vampiro, es otra cosa, churrería en misión humanitaria pero previo pago, aunque las churrerías de pueblo, que hasta dieron estudios a sus hijos para no volver, quedaron en los libros de los localistas definitivamente.
El churro, no digamos salpicado de azúcar, es la magdalena de Proust pero ahora lo han llevado a las páginas de economía porque está un cuarenta y cuatro por ciento más caro que ayer. La culpa es del aceite, dicen. Tal vez, pero el Ibex debería revisar tanto el saldo del BBVA como a cuánto se vende la media docena para cuadrar el bienestar de un país, que no sólo del euro vive el hombre. En un latigazo, el titular de Sánchez cuando pase a la historia será éste: el presidente que subió los churros casi al doble. Aunque cabalgue un caballo blanco en levada, como posó el conde duque de Olivares.