Los nacionalismos o la dolencia europea

21/03/2014 - 23:00 Emilio Fernández Galiano

Cuando el joven Henry Lehman, hijo de un comerciante bávaro de ganado, emigró a mediados del XIX a Alabama para abrir un comercio que al poco tiempo se convertiría en un centro de negocios en torno al tráfico de algodón, y al que le bautizó con el nombre de “H. Lehman & Bro.”, no se imaginaba que, a la postre, iba a ser el primer eslabón de una cadena que terminaría en la mayor crisis financiera del siglo XXI y, finalmente, en el umbral de una de las mayores depresiones morales, sociales, políticas y económicas de nuestra reciente historia. Desde Estados Unidos, con la quiebra de Lehman Brothers y las hipotecas subprime, Europa no sólo recibe una convulsión económica con los resultados que todos conocemos (y padecemos).
Comenzamos a amamantar el cambio radical de una serie de principios, costumbres y valores que hasta ese momento parecían definitivos o, al menos, estables. Todo ello asentado en una severísima crisis que nos hizo más pobres, más infelices y más escépticos. Como los virus ante un cuerpo enfermo, bajo de defensas, los nacionalismos brotan en esos periodos como, paradójicamente, caldos de cultivo para vacunas frente a esa “insatisfacción existencial”. Así fue en las dos grandes guerras mundiales, sin acudir a tiempos más lejanos, y así amenazan a la vieja Europa en la actualidad. Y en sus diferentes vertientes. En una acertada clasificación, el diputado López Garrido (PSOE), los diferencia entre “el colonialista, los postcomunistas y los nacionalismos “subestatales” como los que existen en España.
En la actualidad, surge un “nacionalismo contra la globalización” que se concreta en muchos casos en un antieuropeísmo antidemocrático que culpa a la UE de la crisis y a los inmigrantes de la falta de empleo”. Pero son todos “contra el Estado”, termina sentenciando. ºOtra interesante clasificación es la que realiza el historiador Daniel Reboredo: “Los principales nacionalismos en Europa se pueden agrupar en dos bloques; el primero integra a los que funcionan a escala del Estado-nación, obtienen buenos resultados en las elecciones y cuentan con representantes en el Parlamento europeo (Frente Nacional francés, Partido Austríaco por la Libertad, UKIP –euroescépticos -, en el Reino Unido, etc.); el segundo incluye a aquellos que cuestionan el que la nación que representan forme parte de un Estado mayor, solicitan más autonomía o la independencia, pretenden dotar a su nación de las atribuciones de un Estado y son un mayor desafío para éste que para una Unión de la que se proclaman parte (nacionalismos escocés, catalán y vasco, flamenco, etc.)”. De cualquier modo, en sendas clasificaciones se recogen los movimientos que aprovechan la crisis como efecto propagandístico, incluidos los movimientos antisistema. Como dice bien el poeta polaco Adam Zagajewski, “el nacionalismo no puede volver a producirse, porque es la perdición de Europa tal y como aprendimos.
Nuestra misión es colaborar para poner freno a los nacionalismos, eso sí, conservando las señas de identidad propias. Son importantes, nadie quiere perderlas”. Además de no poder evitar comparaciones cuasi kafkianas con el resto de movimientos europeos, como es el caso de la península de Crimea, el nacionalismo catalán, en una pirueta conceptual, se desmarca del Estado al que pertenece para reivindicar su permanencia en el superior, la Unión Europea. Resulta difícil explicar cómo fundamentan sus argumentos en su personalidad propia para pretender diluirla, en una hipotética fase ulterior, en la del “supraestado” europeo, cuando el resto de los miembros de la Unión ya han cedido buena parte de sus respectivas soberanías.
Sin obviar los fallos de la UE alejándose con determinadas políticas de la realidad social, las mejores épocas de prosperidad y riqueza en Europa se han desarrollado en tiempo de estabilidad y en el que las corrientes nacionalistas han permanecido dormidas. Sólo despiertan cuando en momentos de turbación, propios de cualquier cambio de ciclo, despiertan incontroladas, dando paso a conflictos que en nada benefician al bienestar y progreso de los Estados, al contrario, generan enfrentamientos que en algunos casos han provocado incluso importantes tragedias colectivas. Pero es algo que la Historia nos ha enseñado y no deberíamos olvidarlo.