Los pueblos negros

23/12/2018 - 12:28 José Serrano Belinchón

Los Pueblos Negros son la comarca más espectacular que tiene la provincia.

   Un amigo valenciano, discípulo de Joaquín Sorolla, el pintor de las luces y de las canículas mediterráneas, me dijo al asomarse al mirador que se abre desde la ermita de Los Enebrales, a las afueras de Tamajón, que presentía al otro lado de aquellas espectaculares barranqueras de roble y de matorral, un mundo diferente. Luego, con el sol poniente al contraluz, dando vista a las mínimas aldehuelas del contorno en clara tarde de otoño, noté como el ilustre pintor levantino se iba deshaciendo en elogios dedicados al campo en sentidas exclamaciones, en delirios sin cuento.

            Bella España nuestra -me dijo-. Todo divino. Cada vez estoy más convencido de que es imposible pasar indiferente por Castilla; o se la ama con pasión o se la odia con despecho, Aquí no existen los términos medios.

            Con los ojos humedecidos por la emoción, ante el sublime espectáculo de las sierras, de los jarales y de los arroyuelos, de los impresionantes roquedales plomizos que corren ladera abajo, y de los pueblecitos insignificantes de oscura piel, mi amigo apostaba por lo primero, por un amor apasionado a estos rincones castellanos, que para su propio mal y sin que ellos se den cuenta, van perdiendo su primitiva esencia y su virginidad lentamente.

Los Pueblos Negros son, qué duda cabe, la comarca más espectacular que tiene la provincia de Guadalajara, y la más agreste y la más delicada también. Rodean todos ellos en las cuatro direcciones, a más o menos distancia cada uno, al padre Ocejón. Se trata de una veintena de lugarejos repartidos en tres rutas diferentes a partir de allí, pero que en conjunto todos disfrutan de un encanto común, de unas peculiaridades idénticas.

       Me gusta perderme de vez en cuando por los Pueblos Negros de la Sierra del Ocejón. Son más que contadas las horas que pasé contemplando de cerca el movimiento fugaz de los alevines de trucha desde las márgenes de sus arroyos, por el solo placer de mirar. El tacto pegajoso de los jarales y el olor a biércol y a retama, son impresiones en las que uno ha fijado muchas veces la razón de sus deleites; pero es justo reconocer cómo el trato humano con las gentes del Macizo fue lo que me sigue atrayendo sin otra posible justificación. La memoria de Encarna y de la tía Gabina, los ratos de plácida conversación con la abuela Higinia, sentados los dos al pie del fogón mientras ardía la leña; los saberes añejos del señor Florencio Llorente, de Las Navas, o los sucesos ocurridos al sin par Juanón de Prádena, contados en propia voz como recuerdo permanente de su macho Gallardo, ya fallecido, pequeñas perlas que uno guarda con mimo en el joyel de sus mejores afectos.