Los últimos de Fukushima
17/03/2011 - 00:00
Cada catástrofe suele dejarnos el rastro de un puñado de héroes que acaban brillando sobre el paisaje desolador. En la mina chilena de San José pusimos nombre y rostro a los 33 mineros que sobrevivieron 69 días a 700 metros de profundidad. El goteo de su salida y el abrazo con los familiares y con quienes posibilitaron su rescate fueron imágenes que dieron la vuelta al mundo y aún permanecen en nuestra memoria. Hoy, cinco meses después, otro puñado de héroes está trabajando en el epicentro de la tragedia de Japón intentando evitar que la central atómica de Fukushima estalle definitivamente. Desconocemos el número, no sabemos sus nombres ni hemos visto sus caras, no hemos sido testigos de la angustia de la espera de sus familiares, ignoramos su perfil profesional y nada sabemos sobre el carácter voluntario o no de su gesto. La única evidencia es que se están jugando su vida para evitar que la tragedia se extienda. Y sabemos que ellos lo saben, lo que engrandece su gesta. Mientras sus conciudadanos huyen del radio de acción de la resquebrajada central, mientras muchos países y empresas del mundo repatrian a los suyos desde Japón, ellos han tomado el sentido inverso del éxodo y acampan a esta hora en mitad del infierno. Es difícil imaginar mayor generosidad.
Ante la magnitud de la catástrofe, los japoneses no están para grandes debates sobre seguridad nuclear. Ya lo estamos haciendo el resto por ellos. Y el grado de paroxismo es tal que incluso debatimos sobre si es oportuno abrir el debate en estos momentos. Una discusión pueril ya que la controversia sobre la energía nuclear no conoce tregua. Solo ha cambiado una cosa desde el pasado 11 de marzo: quienes se oponían a este tipo de energía y avisaban sobre los graves riesgos de una situación extrema ya no podrán ser despachados como alocados trompeteros del apocalipsis; y quienes la defendían a ultranza poniendo como aval la extraordinaria seguridad de las centrales ya saben desde hoy- seguro que no lo ignoraban - que la capacidad del hombre para domar la naturaleza es infinitamente menor que la que ésta tiene para desbocarse.