Madres e hijas

23/03/2019 - 14:43 Marta Velasco

Al nacer mi hija, entendí más a mi madre. 

Contemplo desde mi mesa de trabajo la inmensidad del cielo mientras nacen las luces de Madrid antes del anochecer. Hay un graznido de pájaros en vuelo que hacen su camino sobre la ciudad. Vuelven los pájaros, vuelve la primavera y recuerdo con añoranza aquellas tardes con mi madre, sentadas en la galería de Sigüenza, calladas las dos, sólo mirando al cielo. Dulces momentos.

No sé si sucederá en todas las familias, porque cada persona es un mundo y cada familia una galaxia,  pero tengo la idea de que la relación madre-hija es única y maravillosa, aunque difícil, un tira y afloja  que comienza con el biberón, va creciendo en tensión hasta la adolescencia y el resto del tiempo transcurre con altibajos y un plus de irritación: no consigues ser lo que espera de ti,  ni que le guste la ropa o el chico que eliges, del mismo modo que tú crees que nunca podrás ser como ella, tan inteligente, tan elegante. Como hija que fui de una notable mujer, jamás conseguí alcanzarla, pero nunca claudiqué. Con el padre es sencillo: tú eres la niña de papá y siempre lo serás. 

Al nacer mi hija, entendí más a mi madre: era una lucha de poder, un reto constante. La pequeña tirana probando desde la papilla y el tacatá cuánta libertad podía obtener y yo frenando sus avances y temiendo los peligros circundantes. Cuando mi madre cumplió 90 años, nuestra relación cambió.  Ella tenía la cabeza lejos y yo se la peinaba. Era yo la que elegía la falda gris y la chaqueta blanca mientras ella sacaba, del batiburrillo imposible de su armario, una blusa dorada años 70 y una falda de raso. Todo fue distinto en ese cruce de nuestras vidas, cuando las hijas maduras tomamos el mando y decretamos el pelo blanco, el traje discreto y sin manchas, puré de verduras para cenar y una cuidadora seria, mientras ellas preferían ser libres y cenar café con leche y bizcochos. 

Hoy mi hija es una persona encantadora y paciente que siempre está dispuesta a ayudar, invitar, cuidar y consolar al que la necesite. Igual te pinta el cuarto de estar que te organiza un viaje. Pero pienso… ¿qué hará conmigo cuando mi confusión mental sea más patente?

  Porque confieso que yo, como progenitora, he sido bastante pesada. ¿Qué pretenderá ella de mí cuando llegue, si llego, a los 90? Francamente, yo preferiría enloquecer en una alegre residencia de Benidorm, con sus mojitos al atardecer, pero a esa edad cualquiera sabe lo que puede pasar… La miro con sospecha ¿Entrará a saco en mi armario tirándome la cazadora vaquera?  ¿Estaré bajo custodia de una Señorita Rottenmeier? Un vínculo muy fuerte une a madres e hijas, una cuerda trenzada con amor, desvelos y mucha intranquilidad. 

  Y digo, para que así conste, a los efectos pertinentes, que mi madre se puso la blusa de oro y la falda estrecha. Y nunca le di melón de postre, porque no le gustaba.