Mariano Canfranc

30/06/2018 - 13:45 José Serrano Belinchón

El taller de Mariano Canfranc es de esos lugares donde no cunde el tiempo, especialmente al que gira la llave a derechas cuando el sol empieza a pegar. 

"Treinta me quedan para los cien”, venía diciendo el cincelador de las Españas estos días –echen cuentas- mientras le caía un premio gordo, el del prestigioso Club Siglo Futuro, a toda una trayectoria. Mariano Canfranc encogía el cuello como si el galardón le cayera del desván y pudiera abollarle el cráneo. Entre la comunicación oficial y la entrega media un océano de dudas, las propias del que considera que si lo que se hace es lo que le gusta, a santo de qué viene un premio cuando suficiente premio es encerrarse en su taller-museo de la seguntina calle del Seminario, el viejo, diez escalones y un empedrado más abajo de donde nació –treinta para los cien- y retratar la vida a como dé, pero con el ritmo del carretero de Atahualpa Yupanki pues si también a él le gusta que suenen los ejes, pa qué los quiere engrasaos. 

El taller de Mariano Canfranc es de esos lugares donde no cunde el tiempo, especialmente al que gira la llave a derechas cuando el sol empieza a pegar, pues comienzan a caer amigos, curiosos, turistas y gentes por lo corriente de no muy mal vivir. El taller sigue siendo el asombro de los niños que por primera vez se dan cuenta que entre lo de la calle, lo del mundo, y lo que cuelga de esas paredes, media la mano, aunque también el corazón y bastante el cerebro. Desde las viejas del Ecuador, donde el destino le probó en un viaje adelantado del pájaro de hierro, hasta el Café Gijón, donde los poetas se apuñalan la bragueta por debajo de la mesa, al cincelador, como a Terencio, nada de lo humano le es ajeno, incluso esa silla de anea cincelada a gran formato ante la que los japoneses desenfundan las nikon y tiran a ráfaga. De por medio algunos torsos de mujer con perfil de entre violín y contrabajo y las ruinas de un afilador que venía en el tren y sacaba chispas del aire, y no del cuchillo, por arte de magia mientras un perro de todavía peor fortuna que él se rascaba la oreja con la pata trasera. Ese taller-museo es el lugar que salvaría un don Galo que ya salvó la capilla del Doncel con toda su tripulación cuando a este país se le fue la pinza.

Dígame dos personas que disfruten con su trabajo, me preguntaron una tarde. No entendí la pregunta. ¿Cómo se puede disfrutar trabajando? ¿Qué sacrilegio es éste? En fin, di, los nombres de Karlos Arguiñano y Mariano Canfranc. Son lo más parecido a ese disfrute que el periodista joven suponía se produce dando el callo. Por ahí va la cosa. Mariano Canfranc elige el punzón certero entre los mil que ha encajado en botes de acero y le arrea en el talón con la maceta, a ritmo Yupanki, lentito y mirando adelante. Si a él le gusta que suenen así, pa que los quiere engrasaos si, además, le siguen quedando treinta para los cien… en este Siglo o en el Futuro, que ya ni sabemos, tal es la anarquía de los artistas de gafas en la punta de la nariz y corazón de sólo dos válvulas. Suficiente.