
Marzo de poda, cava, bodegas y bodegos
03/03/2016 - 23:00
A marzo se le representa en ese calendario románico en piedra que es el mensario de Beleña de Sorbe con una escena de poda de la vid, mientras que en el de Campisábalos es representado con un labriego cavando un viñedo con un azadón. Como ya comenté en mi entrega correspondiente a febrero de este mensario en papel que es mi columna mensual de Nueva Alcarria, la presencia de tareas relacionadas con el cultivo de la vid es recurrente, tanto en el menologio de la portada de la iglesia de Beleña como en el del friso de la de Campisábalos, incluso a pesar de que en este último pueblo la altitud sobre el nivel del mar de su término municipal comprometa y dificulte la productividad de los viñedos. En el mensario de Beleña son tres los meses del año representados con tareas vitivinícolas: marzo (poda), septiembre (vendimia) y octubre (envasado del vino). En el de Campisábalos aún son más, cinco, los meses en que se escenifican labores propias de campos de vid y bodega: febrero (binado y eliminación de malas hierbas), marzo (cavado), abril (poda), septiembre (vendimia) y diciembre (trasiego del vino a la cuba).
Ya apuntábamos algo en el artículo de febrero al respecto de la importancia de la producción y el consumo de vino en las comunidades rurales de antaño, y ese antaño no está tan lejos de hogaño porque, aunque el impulso del cultivo de la vid en Castilla, en general, y en el actual territorio de Guadalajara, en particular, data de la Edad Media, éste se mantuvo muy elevado hasta que, ya entrado el siglo XX, varias enfermedades mortales de necesidad atacaron las viñas: la filoxera y el mildiu fundamentalmente. La fuerte y progresiva despoblación que aquejó al medio rural en la segunda mitad del siglo XX terminó por hacer desaparecer en muchos pueblos de la provincia las tierras en las que se cultivaba la vid que habían sobrevivido a las plagas; de hecho, sólo en la zona de Mondéjar -y en ésta cabe incluir también a la de Sacedón pues está dentro de su Denominación de Origen- se mantuvo e, incluso, incrementó la superficie de viñedo. En la comarca de Cifuentes, aunque mermaron mucho, también se preservaron algunos viñedos, fundamentalmente para producción familiar y artesanal de vino y orujo (allí llamado alcarreño o churú), sobre todo en aquellos pueblos en los que las bodegas son mucho más que una cueva isoterma y se constituyen en cálidos recintos festivos comunitarios, como es el caso de Gárgoles de Abajo, Trillo, Morillejo, Moranchel, Ruguilla o Solanillos del Extremo, entre otros muchos pueblos de la zona y de otras de la Alcarria, toda ella tierra muy bodeguera. Esta circunstancia la ha certificado recientemente Antonio Herrera Casado en uno de sus últimos escritos, con su habitual tino y maestría, afirmando que la Alcarria entera está horadada por cuevas y bodegas, gracias a sus tierras blandas y cariñosas.
Aunque, como ya hemos dicho, las bodegas proliferan por toda la Alcarria, en un bello pueblo de la provincia cercano a la capital éstas adquieren una dimensión especial: Horche. No hay en él casa antigua que se precie que no tenga una buena bodega y, cuando digo buena, no estoy esparciendo el adjetivo como el que echa pienso a las gallinas, sino que lo digo con toda la contundencia: buenas de verdad, o sea, de buena arquitectura, de buena fábrica, profundas, bien equipadas y, además, bonitas. Las bodegas horchanas son casi una religión y en ellas se produce un vino de altura, natural, sin aditivos, para consumo familiar y amical, que tiene hasta su célebre concurso local que en la próxima primavera ya alcanzará su XXXVII edición. Se dice que en Horche llegó a haber hasta 500 bodegas, de las que aún se conservan varias decenas. Por cierto, algunas de ellas visitables gracias al Ayuntamiento y sus propietarios, que hace ya un tiempo crearon la Ruta de las Bodegas, conformada por una visita guiada que incluye un recorrido por los monumentos y miradores más destacados del pueblo y la entrada a varias bodegas. Una ruta especial que puede hacerse todos los fines de semana, excepto en el mes de agosto y el día del concurso del vino, que suele celebrarse a finales de abril.
En otro pueblo de la provincia, Hita, a caballo entre las tierras de la Campiña y la Alcarria, nos encontramos con unas bodegas realmente curiosas que allí llaman bodegos. Se trata en realidad de casas-cueva, en las que no sólo se criaba y guardaba el vino, sino que en ellas, incluso, vivían familias enteras, algo que ya está documentado desde el siglo XVIII. Estos bodegos se localizan en la parte alta de la villa del Arcipreste y están gran parte de ellos abandonados, si bien tras la Guerra Civil, en que Hita quedó literalmente devastado -de hecho, junto con Masegoso, Gajanejos y Yela fue uno de los pueblos de Guadalajara que reconstruyó Regiones Devastadas, el organismo que creó el Estado para poner en pie las localidades cuyo caserío se destruyó en más de un 75 por ciento durante la contienda del 36 al 39- muchas familias se alojaron en ellos hasta bien entrada la década de los años sesenta. Por cierto, los bodegos de Hita solían ser propiedad de los judíos que, al igual que cristianos y árabes, en la España de la Edad Media en la que se dio la convivencia y cohabitación entre estas tres culturas, eran productores y bebedores de vino. Que nadie se sorprenda por incluir a los árabes hispanos como grandes consumidores de vino, aunque la religión musulmana prohíba beber alcohol; de hecho, los mahometanos dominaron gran parte de las zonas vitícolas españolas durante los siglos XII y XIII, y hasta el XV en el Reino de Granada. Los musulmanes que vivían en territorio español hasta su expulsión en 1609 fueron grandes productores y bebedores de vino, y su tradición vitícola tuvo gran importancia y repercusión.
El hecho de que cinco de las doce escenas que el friso del mensario de Campisábalos y tres de las del de Beleña estén dedicadas a tareas vitivinícolas, confirman la importancia que el vino tuvo en la Edad Media, época de la que ambos datan. El vino era de mejor calidad y sanidad que el agua -clave en la propagación de enfermedades mortales como la peste- y, además, constituía una fuente calórica que completaba la pobre alimentación de entonces; es más, formaba parte de la dieta básica. A ello cabe añadir la importancia litúrgica del vino en la expansión del cristianismo según avanzaba la reconquista. Si a ello sumamos que el vino, consumido con moderación, es un viático hacia la alegría y el buen humor, terminaremos de entender el empeño de los escultores románicos en dedicar al cultivo de la vid y la producción del vino gran parte de sus calendarios en piedra que llamamos mensarios.