Más mesura
Quienes nos dedicamos a la res publica cada vez con más frecuencia nos comportamos con una absoluta falta de ejemplaridad.
Gracias al proyecto europeo concebido tras la tragedia de la II Guerra Mundial, en esta región del mundo hemos tenido la fortuna de vivir el periodo de paz y prosperidad más extenso de nuestra historia. Sin embargo, la amenaza de la extrema derecha y el auge de los populismos antieuropeístas ponen en riesgo este modelo de convivencia basado en la centralidad de los grandes consensos y los derechos humanos.
La tendencia a situar los identitarismos enfrente de la universalidad de los bienes democráticos está trayendo consecuencias nada deseables, siendo una de ellas el creciente desinterés, cuando no desprecio, hacia la política. Además, quienes nos dedicamos a la res publica cada vez con más frecuencia nos comportamos con una absoluta falta de ejemplaridad, sustituyendo el debate político por los titulares efectistas, la descontextualización e, incluso, los bulos.
Dudar de la honorabilidad del adversario político o lanzar mensajes implícita o explícitamente amenazantes no es la solución para fortalecer una democracia que, como hemos comprobado en las últimas elecciones europeas, se encuentra cuestionada. Los ataques violentos que representantes públicos, periodistas y activistas de todas la ideologías están sufriendo últimamente debería provocar una cavilación desapasionada de adonde nos estamos dirigiendo.
Se debe hacer oposición contundente y se puede criticar con dureza a quienes toman decisiones políticas contrarias a nuestros planteamientos, pero es inadmisible no guardar las más mínimas formas de respeto, inteligencia y urbanidad que horman el sistema democrático. No es victimismo, es, simplemente, mesura.
Andrés Behring Breivik, el asesino ultraderechista de Utoya, durante su juicio.
Nos encontramos en un mundo azotado por la violencia que nos debería impeler a asumir las responsabilidades que individualmente y socialmente nos tocan. El velo de la ignorancia del que nos hablaba Rawls hace que muchas veces quienes promueven, legitiman o ejercen la violencia hallen justificación y obvien los intereses espurios que la sustentan. Es más, tan normalizada puede estar la violencia que no la percibamos, o peor, que hayamos perdido la capacidad para interpretar el mundo fuera de ella.
Las campañas de intimidación del adversario político, deportivo, territorial, etc. son cada vez más numerosas. En apariencia podrían resultar casi inofensivas, si acaso de mal gusto, pero no es así, tenemos ejemplos suficientes de la ola de agresividad que pueden llegar a despertar. Frente a las guerras, la criminalización del diferente, la deshumanización del oponente, el terrorismo machista, la crisis climática… necesitamos una radicalización (de raíz) democrática que nos facilite el trabajo por la libertad, la igualdad y la paz.
El feminismo es un producto ilustrado y, por consiguiente, hacedor de democracia. Es por ello que impugnar los avances hacia la igualdad entre mujeres y hombres constituye una amenaza de naturaleza civilizatoria que no nos podemos permitir. Si a alguien perjudica el debilitamiento de la democracia es a las mujeres, de ahí que el feminismo siempre haya estado tan imbricado en el trabajo por la paz.
Una de mis más queridas referentes, Isabel Oyárzabal Smith, en 1940 escribía desde el exilio unas palabras que siempre que las leo me sacuden el alma:
«La democracia es el único sistema político en donde la gente puede ser feliz. El odio es la fuerza más destructiva que un país puede sufrir y que la libertad es el más preciado de los dones. No me refiero solo a la libertad política, que es por supuesto fundamental. Hablo también de la económica y de otro tipo de libertad que permite al hombre crecer y desarrollarse de acuerdo con los dictámenes de su corazón. (…).
Ninguna democracia merece tal nombre si no proporciona a los seres humanos la posibilidad de crear (…) simples manifestaciones de belleza (…). Creo firmemente que llegará un día en que todo será posible, y porque lo creo estoy convencida de que merece la pena vivir”.
Si no se producen inconvenientes e imprevistos, mi próxima Vindicación irá dedicada a Isabel Oyarzábal, para quien Guadalajara no era ni mucho menos ajena, y a los orígenes del movimiento feminista por la paz en España. En esta ocasión, sirva mi humilde reflexión como homenaje a las setenta y siete personas asesinadas por el odio (la mayoría chicas y chicos de las juventudes del Partido Laborista Noruego) en Utoya en 2011. Nadie debería morir por sus ideas y nadie tendría que sentir miedo de expresarlas. No imagino mayor ataque a la libertad, de la cual decía Azaña que «no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres [y mujeres]».