Meditación imposible del Marqués de Santillana ante la estatua del Doncel
A lo largo de la historia no son pocos los hombres de armas y de letras, poetas y soldados, que han unido coraje y diálectica: Calderón, Quevedo, Garcilaso, Cervantes, Lope de Vega... y antes, el mismísimo Marqués de Santillana.
Íñigo López de Mendoza (Carrión de los Condes, 1398- Guadalajara, 1458), primer Marqués de Santillana, y Martín Vázquez de Arce (1461-1486), el famoso “Doncel” de Sigüenza, no fueron coetáneos y, por tanto, no vivieron en el mismo tiempo, aunque sí coincidieran gran parte de sus vidas en el mismo espacio, el ocupado por la actual provincia de Guadalajara cuyos límites cerró Javier de Burgos en 1833. El Marqués, por tanto, no pudo contemplar esa joya en forma de escultura yacente que es el sepulcro del Doncel en la que, pese a ser de autor anónimo, se adivina la extraordinaria mano de algún gran artista de finales del “quattrocento” italiano o que, al menos, tuvo contacto muy directo con él. Y si el Marqués no pudo ver y admirar ese sepulcro que es un auténtico pregón o anticipo del Renacimiento español, tampoco pudo meditar ante él, como sí lo hizo José Ortega y Gasset en las primeras décadas del XX, llevando sus reflexiones a las “Notas de andar y ver” en las que escribió estas profundas y bellas palabras: “(…) Este hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Illora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la dialéctica?”. Bien sabía Ortega, cuando dejó en el aire esa última pregunta-meramente retórica-, que a lo largo de la historia no son pocos los hombres de armas y de letras, poetas y soldados, que han unido coraje y dialéctica: Calderón, Quevedo, Garcilaso, Cervantes, Lope de Vega… y, antes que toda esta nómina de grandes literatos españoles, el mismísimo Marqués de Santillana, uno de los más notables poetas españoles del siglo XV, del “quattrocento” ibérico, al tiempo que un brillante militar. Fue tan solvente y eficaz en la milicia que hasta el título con el que Íñigo López de Mendoza ha pasado a la historia, el de Marqués de Santillana, le fue concedido tras contribuir con su valor, pericia y esfuerzo a la derrota en la primera batalla de Olmedo (1445) de la coalición navarro-aragonesa que atacó a la Castilla de Juan II… y de su influyente y poderoso condestable, Álvaro de Luna, con quien López de Mendoza se las tuvo tiesas en no pocas ocasiones, aunque no en esta.
El Marqués de Santillana y Martín Vázquez de Arce no solo compartieron-recordemos que en distinto tiempo pero en idéntico espacio, las guadalajaras del fin del medievo- el hecho de ser hombres de letras a la vez que de armas; también compartieron “casa” Mendoza pues el primero fue uno de sus más insignes miembros mientras que el hombre que está detrás de la figura esculpida en alabastro, con armadura y cota de malla al tiempo que leyendo un libro, que ha pasado a la historia como el Doncel de Sigüenza, era hijo del entonces secretario de la familia mendocina. Además, el propio Martín fue paje del primer Duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza y Suárez de Figueroa, II Marqués de Santillana e hijo del primero. Íñigo y Martín también fueron partícipes de una circunstancia en la que coinciden una amplia y cualificada mayoría de investigadores y críticos, el hecho de ser ambos, por su vida y obra literaria, en el caso del Marqués, y por el estilo y características de su famosa escultura yacente, en el del Doncel, dos adelantados del Renacimiento hispano, tributario del italiano. Si bien Santillana es un escritor que vivió y escribió en tiempos aún de la Edad Media y que, de hecho, está considerado como la figura central y probablemente más representativa de las letras castellanas en el siglo XV-como así opina el recientemente fallecido académico de la RAE, Francisco Rico, autor de la antología poética más completa, “Mil años de poesía española”-, su vínculo con el humanismo, su mecenazgo artístico, su interés activo por los clásicos grecolatinos, su apasionada bibliofilia y su conocimiento y vínculo con el proto-renacimiento italiano le sitúan en los pródromos del Renacimiento español. Por su parte, la extraordinaria factura de la estatua del Doncel presenta unas nítidas líneas renacentistas en un tiempo aún gótico; sus proporciones, su acabado y esa unión, aparentemente, antitética del soldado/hombre de letras, nos permiten especular, con cierta base, que su anónimo autor conociera muy de cerca la escultura auspiciada por los Médicis, en Florencia, en tiempos del “quattrocento” italiano. El Doncel es Martín Vázquez de Arce, pero bien podría ser Cosme o Lorenzo de Médicis, aguerridos soldados cuando tocaba combatir, pero hombres de artes y letras en el diario vivir. A este respecto cabe recordar la ascendencia que tuvieron los Médicis sobre los Mendoza y la de éstos sobre los Vázquez de Arce.
Litografía del marqués de Santillana. Dibujo de Demetrio de los Ríos. 1852.
Íñigo López de Mendoza llevó al cenit el vínculo con la literatura de esta gran casa señorial de origen alavés, pero de hondísimo arraigo y ramaje en las tierras de Guadalajara, especialmente en los siglos XV y XVI. No obstante, en la afición al campo de las letras le habían precedido su abuelo, Pedro González de Mendoza, el famoso “héroe de Aljubarrota”, poeta al gusto y estilo provenzal, y su propio padre, el Almirante de Castilla, Diego Hurtado de Mendoza, a quien apenas conoció pues falleció cuando Íñigo tenía cinco años de edad. El padre de Santillana es autor de un conocido poema medieval, en el que difunde la llamada “alegoría del amor” y para el que utiliza el estribillo de una canción popular con un encadenamiento y repetición entre estrofas propias de la lírica galaico-portuguesa: “Aquel árbol que vuelve la foxa / algo se le antoxa”. El propio Marqués de Santillana también poetizó con evidente influencia de las tres lenguas romances que en ese momento convivían en la península ibérica: el gallego-portugués, el castellano aún antiguo y el catalán, este último con evidente influencia provenzal. Íñigo López de Mendoza conoció muy de cerca la lengua catalano-provenzal de su tiempo ya que en su infancia y mocedad fue copero del rey aragonés, Alfonso V, tras haber llegado a la corte de este reino con Fernando de Antequera, regente de Castilla durante la minoría de edad de Juan II. En la corte aragonesa tomó Íñigo, sin duda, el primer contacto con el arte poético provenzal que tanto influyó en su obra y en el conjunto de la literatura hispana de la época, como él mismo reconoce en su conocido “Proemio e carta al condestable don Pedro de Portugal”.
El Marqués de Santillana es, sobre todo, conocido por las famosas Serranillas, unas composiciones poéticas de corte bucólico, campesino y siempre con una pastora o vaquera como protagonista. Las “Serranillas”, como la propia poesía de Íñigo, tienen un claro origen en las llamadas “pastorelas” provenzales y, a su vez, son antecedentes de las églogas que sublimó Garcilaso de la Vega, si bien estas se plantean más como piezas teatrales dialogadas, mientras que las que cultivaba el Marqués eran poesías de arte menor que narraban encuentros amorosos entre pastoras/vaqueras y caballeros, en otra mítica dualidad como es la de la belleza humilde versus la nobleza guerrera. Por cierto, otro escritor medieval estrechamente vinculado a Guadalajara, el Arcipreste de Hita, ya cultivó este tipo de piezas un siglo antes de que López de Mendoza hiciera de ellas la métrica con la que, sobre todo, ha pasado a la historia de la literatura. Recordemos una de sus Serranillas más conocidas: “Moça tan fermosa / non ví en la frontera, / como una vaquera/ de la Finojosa”.
El Marqués de Santillana no es únicamente el autor de algunas de las más célebres Serranillas, aunque esas piezas sean las más conocidas y reconocidas de su obra, también cultivó otras métricas y estilos porque sus ansias de conocimiento, su extraordinaria biblioteca-una de las más importantes de Europa de la época y que tuvo su sede en Guadalajara- y las traducciones de clásicos grecolatinos que impulsó bajo su mecenazgo le llevaron a ser uno de los personajes con mayor formación y conocimiento de su tiempo en muchos campos, pero sobre todo en el de las letras. De hecho, aunque sería Garcilaso de la Vega, nacido más de 30 años después de la muerte de Santillana, quien magnificara el soneto en castellano como una gran pieza de arte mayor, el primer poeta hispano que escribió sonetos “al itálico modo” fue Íñigo López de Mendoza. Él fue quien adaptó esa métrica típicamente italiana, en gran medida debida a Petrarca y su humanismo. Aunque los primeros sonetos del Marqués no tuvieron ni el ritmo ni la emoción petrarquistas, como señala el antes citado Francisco Rico, se atrevió a experimentar con ellos en castellano y nada más y nada menos que a abrir un camino a la poesía española pues, ya desde el Renacimiento, el soneto está considerado como la métrica de las métricas en la poesía española. Es de común aceptación el aserto de que escribir sonetos es fácil (porque su métrica facilita la composición), pero escribir buenos sonetos es realmente muy difícil (porque redondearlos conceptualmente es su verdadero reto). Aquí tenemos, como botón de muestra, el primer cuarteto de un soneto del Marqués de Santillana: “En el próspero tiempo las serenas (sirenas) / plañen e lloran reçelando el mal; / en el adverso, ledas cantilenas /cantan e atienden el buen temporal”. Formalmente es perfecta: Los cuatro versos son endecasílabos, los impares se acentúan en tres palabras y los pares en cuatro, por lo que las cadencias son alternantes; por otra parte, utiliza el recurso de la sinalefa en los dos versos pares para mantener el endecasílabo. Y aquí lo dejamos porque ya no disponemos de espacio ni para un estrambote.