Mi 18 de julio

26/07/2013 - 00:00 Luis Monje Ciruelo

 
  Doce años quizá no sea la edad adecuada para fijar en la memoria con precisión y objetividad mi llegada a Palazuelos el sábado, 18 de julio de 1936, histórico día en que se produjo el Alzamiento, según unos, o la sublevación militar, según otros. El adjetivo histórico lo pusimos después. Pienso que no sobra esta remembranza para las jóvenes generaciones, que tienen de la Guerra Civil española un conocimiento un tanto difuso y maleado, por no decir manipulado. Íbamos al pueblo a pasar, como todos los años, varias semanas de vacaciones en casa del abuelo. Semanas que luego fueron años, puesto que regresé a Guadalajara en octubre de 1939 por lo que perdí tres cursos, que tuve que recuperar después, incluido el durísimo 7º curso de Bachillerato. Lo estudié y aprobé en tres meses con un esfuerzo increíble que quizá los estudiantes de hoy, más dados a la blandicia, serían incapaces de hacer. En el pueblo reinaba la tranquilidad más absoluta, entregado como estaba todo el vecindario a las agotadoras faenas de la recolección. Hasta varios días después, en que llegó un grupo de milicianos y milicianas, “Los sin Dios” se leía en coches y gorros, no nos enteramos de la sublevación, lo que no resulta extraño, pues en el pueblo no había más aparato de radio que el del señor Cura, y no se recibían periódicos. Y todavía no había sido asesinado el Obispo y quemado su cadáver en una cuneta de Estriégana, lo que ocurrió el 27, aunque ya se hablaba de algún asesinato en Sigüenza. Quizá el único varón en el pueblo al llegar los milicianos, aparte de los ancianos, fuera el joven párroco don Aurelio García Martínez, que en los años cincuenta lo fue de San Nicolás y arcipreste de Guadalajara. Los milicianos lo buscaron en su casa y lo bajaron a la plaza. Vestía desastrada ropa con un viejo sombrero de segador, y le hicieron ponerse en cruz, como un Cristo, en el umbral de una puerta, apuntándole con los fusiles, ante la mirada atónita de los chicos que presenciábamos la escena en primera fila. Al final, el jefe le dejó irse recomendándole que se olvidara de que era cura. Pero unos días después otro grupo de milicianos se lo llevó con otros dos vecinos, y de los tres el único que se salvó de la muerte fue el párroco porque uno de los milicianos resultó conocido suyo. Así lo relato, más o menos, en mi libro Memorias de un niño de la Guerra, que tuvo dos ediciones, la segunda a beneficio de la Lucha Contra el Cáncer..