Mi hermana musulmana

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

El comentario
FERNANDO ALMANSA, Periodista
Sentado en un pequeño bar de la ciudad de Medan en Indonesia, espero a que las horas transcurran para poder alcanzar mi próximo vuelo. Mientras converso con mis compañeros de viaje, un muchacho de unos diez años, se acerca ofreciéndome un limpiado de calzado.
Uno de tantos niños limpiabotas que deambulan por los aeropuertos del mundo buscándose la vida. Siempre he tenido una relación particular con estos chavales limpiabotas, pues mis polvorientos zapatos les atraen como miel a mosca, y sin embargo, mis sentimientos siempre se han opuesto a aceptar tener un chavalín de rodillas limpiándome el calzado; por eso la conversación se suele alargar y siempre intento algún tipo de trueque que no pase por tener al chaval a “mis pies”. Les compro caramelos, o cerillas, o cualquier otra cosa que puedan ofrecer pero no limpiarme las botas.

En esta ocasión el chico se resistía a cualquier otro trato que no fuera el limpiarme mis polvorientos zapatos. Una mujer de algo más de treinta años, vestida de negro y con su velo musulmán, había observado la escena de reojo, y decidió intervenir con la misma discreción que eficacia. Yo también miraba sus movimientos de soslayo, así que todos actuábamos viendo, sin parecer ver.

La mujer hizo un pequeño gesto al chaval para que se acercara, y discretísimamente le dio un poco de dinero para que no nos porfiara más. El efecto fue inmediato el chico desapareció de la escena y me dejó con mis sucios zapatos y mis buenos amigos.

Mi atención quedo desde entonces dividida por igual entre la conversación que manteníamos y en aquella buena persona; aquella hermana musulmana, que practicó la caridad con el chaval, y la hospitalidad con el forastero, en un solo movimiento cual maestro de ajedrez.

La mujer esperaba también. Esperaba llegar a alguien, y quién sabe con que noticias. Miraba su teléfono móvil de vez en cuando, y se le inundaban los ojos de lágrimas. Se recomponía y esperaba, y se le volvían a poner lágrimas en la cara. Me preguntaba que le pasaría a aquella mujer, pero me iba reconfirmando que se trataba de una persona muy sensible y humana.

Se acercó entonces a su mesa una mujer gruesa, entrada en sus sesenta años, y con dificultades para caminar y le extendió un papel en la mesa. Probablemente algún certificado médico o una carta de viudedad. La mujer sensible le dio una limosna y la escena volvió a su estado anterior. Finalmente la mujer se levantó y desapareció. Yo me quedé reflexivo ante tanta caridad, humanidad y sensibilidad, y me di cuenta que esta herma musulmana, me enseñó sin palabras, en apenas una hora, muchas lecciones de vida.