Mis amigas taurinas
Durante el siglo XIX surgió un importante número de mujeres que deseaban dedicarse a la lidia de los toros y que divirtieron al público.
Quien me conozca un poco sabrá que si hay un festejo que me disgusta es el de los toros. Esta aversión a la tauromaquia hace que ahora, en plena celebración de las fiestas y ferias de Guadalajara y, también, de las fiestas de mi Cifuentes, no pueda disfrutar de lo que para muchos vecinos y vecinas es puro goce.
El colmo es que dos de mis mejores amigas en el feminismo, Ángeles Álvarez y Verónica García, son consumadas taurinas. Ellas saben que no entiendo cómo pueden hacer compatible su afición (exaltación de la masculinidad donde las haya) con su tenaz lucha por la liberación de las mujeres, pero ya se sabe que a las amistades se las quiere sin condiciones.
El caso es que mis amigas siempre me han hablado de la torera Juanita Cruz, quien invocó la Constitución de la II República para conseguir torear en 1934, dando un ejemplo de cómo las leyes con perspectiva feminista son grandiosamente útiles para avanzar hacia la igualdad efectiva entre los sexos.
A finales de 1933, con tan solo diecisiete años, Juanita Cruz envió una instancia al gobierno pidiendo que se anulara el reglamento taurino que vedaba a las mujeres del toreo a pie −pues contravenía el artículo 25 de la Constitución («No será fundamento de privilegio político y jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, las ideas políticas ni las creencias religiosas») y el 33 («Toda persona es libre de elegir profesión (..,)») −, siendo aceptada su petición año siguiente por parte del nuevo ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso.
La Reverte vestida de luces. 1908. Fuente: Nuevo Mundo.
No obstante, Juanita Cruz no fue la primera torera a pie −como ella− y a caballo. Durante el siglo XIX surgió un importante número de mujeres que deseaban dedicarse a la lidia de los toros y que dividieron al público entre los que aclamaban su valor y los que consideraban aberrante que las féminas se echaran al ruedo. Fíjense si no en lo que se decía en La Nueva Lidia allá por 1886: «Que el bello sexo se ocupe de la coser, fregar y demás ocupaciones domésticas, y deje al sexo feo estoquear reses y sufrir los revolcones que estos ocasionan».
Una de esas diestras pioneras fue paisana nuestra. Se llamaba Teresa Domínguez, provenía de Sigüenza y se dio a conocer en 1845. Así podemos verlo en un artículo de El Nervión en el que se hace un recorrido de las toreras aparecidas desde 1818 hasta la prohibición de su ejercicio profesional noventa años después.
Pero de entre todas las biografías que he estado leyendo estos días, me ha llamado la atención la de María Salomé, alias la Reverte. Esta renombrada mujer hizo una especie de gira alcarreña en 1901, la cual comenzó en agosto en las fiestas de Brihuega. De aquella faena se dijo que «Toda la plaza se puso en pié (sic) y se le tributaba una ovación merecida acompasada de algunas monedas de cinco pesetas».
Al mes siguiente marchó a torear a otro pueblo de La Alcarria Alta: «En Cifuentes se proyectan grandes festejos con motivo de la festividad del Cristo. Entre estos figura la corrida de cinco toros y un novillo que lidiarán y estocarán el Fatigas de Málaga y María Salomé La Reverte». Ya en octubre, podemos seguir leyendo en Flores y Abejas que estaba previsto que para el día diecisiete de ese mes participara en las ferias de Guadalajara la «valiente matadora conocida como La Reverte».
Sin embargo, las carreras de las toreras se vieron interrumpidas en 1908 cuando el ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva (padre del famoso ingeniero y aviador) prohibió que las mujeres pudieran ejercer esa profesión.
La Reverte no se resignó a abandonar su vocación en la que llevaba volcada doce años (antes de ello, trabajó en unas minas jienenses), así que presentó un recurso contencioso contra la orden ministerial que fue rechazado, de manera que, tres años más tarde, se cambió el nombre y empezó a torear como Agustín Rodríguez. Su éxito como varón no fue el mismo y «aburrida de la persecución de que se me hacía objeto», decidió retirarse en 1921 a su casa de Las Navas de Tolosa donde acabó ganándose la vida como guardia de unas canteras.
Tras el logro de Juanita Cruz en el reconocimiento de la igualdad con los hombres, la Reverte resolvió volver a la arena nuevamente como mujer, pronunciado estas palabras en el diario Ahora en agosto de 1934: «De las actuales toreras no quiero emitir juicio; pero afirmo que torera no ha habido más que una y esa soy yo, “La Reverte”». No tuvo en cuenta nuestra amiga que tenía cincuenta y seis años y, aunque ella se veía fuerte y en forma, transcurrido un tiempo abandonó, ya definitivamente, su pasión.
En 1908 (recordemos que es el año de la prohibición), en una columna de El País firmada por «Una feminista», encontramos lo siguiente: «Confieso mi enemiga al toreo, mi antipatía a esa lucha inútil y cruel en que el hombre se degrada y el bruto se eleva; pero a fuer de imparcial y justa, hago constar que, si hay que transigir con esa atávica diversión, es preciso respetar su carácter de independencia, y pues el público es soberano juez en cuestiones de lidia, y acude en masa a ver a la Reverte, a ovacionarla cuando el caso llega, es que le place el feminismo taurómaco y, ante su autoridad consagrada, hay que bajar la cabeza».
Pues bien, no me gusta la tauromaquia (Isabel Muñoz Caravaca, nuestra referente feminista guadalajareña de comienzos del siglo XX, diría que, al igual que ella, soy «taurófoba») −, pero no podemos juzgar a las mujeres del pasado con los ojos del presente. Aquellas toreras rompieron moldes y lucharon por entrar en un mundo genuinamente masculino demostrando que las limitaciones a las mujeres, en los toros o en cualquier otro ámbito de la vida, no tienen más fundamento que el sexismo. Así pues, ¡va por ellas!