Mujericidio


El campo de la arquitectura no resulta neutral frente al sexismo, pudiendo ser, si se quiere, propicio para favorecer la igualdad entre sexos, y consiguientemente,  la eliminación de la violencia de género.

Hubiera querido escribir la segunda parte de las andanzas de Carmen Baroja en el Lyceum Club, sin embargo, por medio se ha cruzado la Semana de la Arquitectura y me ha parecido que podría ser pertinente comentar algo al respecto. Considero que la perspectiva de la igualdad entre mujeres y hombres también debe incorporarse a esta área profesional, ya que desde el diseño de las construcciones hasta la funcionalidad de las mismas, estas se han concebido tradicionalmente sin pensar en las necesidades de la mitad de la población.

La arquitectura me parece una disciplina sumamente interesante, de la que destacaría su visión para ordenar el entorno humano conjugando los usos del suelo, la densidad poblacional, los tránsitos de la gente, la disposición de los servicios, el paisaje urbano que caracteriza a una localidad… el urbanismo dentro de la arquitectura es mucho más de que una sucesión de edificios, calles y plazas, pues define el espacio público que, al fin y al cabo, es en el que se ejerce la ciudadanía.

A las mujeres, arraigadas por la costumbre al ámbito de lo privado, esto es, al cuidado del hogar y la familia, nos sigue costando participar en lo público con las mismas oportunidades que los hombres. Hace un mes reflexionamos sobre la presencia de las mujeres en el callejero (Más mujeres en las calles), lo que nos lleva a pensar en cómo, más allá de la domesticidad, nos relacionamos con la esfera pública, que es donde radica el poder (el poder de cambiar o mantener las cosas y también el poder de construir la memoria colectiva). Así pues, el campo de la arquitectura no resulta neutral frente al sexismo, pudiendo ser, si se quiere, propicio para favorecer la igualdad entre los sexos y, consiguientemente, la eliminación de la violencia de género.

En este sentido, todos los pueblos y ciudades cuentan con lugares que configuran su identidad, sea la iglesia, el lavadero, la plaza o un árbol centenario; de ahí la importancia que merece cuidar el patrimonio no ya por nostalgia de lo antiguo, cuanto por la preservación de las raíces que nos vinculan a un sitio y que nos permiten entendernos. En el caso de Guadalajara, a pesar de las transformaciones que ha sufrido nuestro querido Palacio del Infantado, este sigue siendo el monumento más emblemático del municipio, y también una de las insignias de la provincia. 

LLLa condesa de Pardo de Bazán tomando té con su madre e hijos.1914. Fuente: La esfera. 

Quizás por ello, nos guste tanto tener referencias del pasado del palacio, mucho más si provienen de una de las más grandes literatas como es doña Emilia Pardo Bazán. En este año en que se conmemoran los cien años de su muerte, al igual que muchas personas yo también me he sentido motivada a leerla e indagar un poco más sobre su obra, afición que me ha permitido llegar a una publicación de la revista Nuevo Teatro Crítico (fundada y escrita en su totalidad por ella) en la que narra maravillosamente el viaje que en la primavera de 1891 hizo con su hija y otra acompañante a Alcalá, Guadalajara y Sigüenza. 

Como de su paso por Sigüenza ya se ha relatado bastante y muy bien, me gustaría compartir con ustedes la bella descripción del desaparecido Salón de Linajes del Infantado (que en esa época hacía las funciones de capilla del asilo o Colegio de Huérfanos de la Guerra), hecha de una manera que, como van a comprobar, pareciera que lo estamos viendo:

En el salón de Linajes, el techo propiamente dicho es un encrespado piélago de talla de oro, un dorado mar que se helase de repente sin perder la caprichosa oscilación de su revuelto oleaje: el suave tono mate é intenso que adquiere el dorado al pasar los años, hace más opulenta y hermosa tan rica bóveda, y la realza, alejándola, la sorprendente cornisa ó galería, cuyo adorno forman, no sólo los blasones de la extirpe de Mendoza, sostenidos por altaneros grifos, águilas y leones, sino -detalle más curioso, y cuya riqueza es indecible- góticos doseletes que cobijan á parejas de damas y caballeros, representación, según dicen, de los ascendientes de la casa; bultos de medio cuerpo, y -sin no me engaña la distancia- de tamaño natural, pintados, dorados, estofados, vestidos con trajes de Edad Media, sonriendo la dama al caballero con delicada cortesía. Una sarao de nobles castellanas y guerreros, un sarao eterno, elegante, heráldico. ¿Qué sería de este salón cuando revistiesen sus paredes ricos tapices y celebrasen en él fiestas ó aparatosas ceremonias sus opulentos señores?

La verdad es que leer esta suerte de cuaderno de viaje es un deleite imponderable. Además, para nuestra satisfacción alcarreñista, Pardo Bazán insta a seguir el itinerario que ella llevó a cabo, aseverando «que mejor alojados y mantenidos que en Toledo estarán en Alcalá, Sigüenza y Guadalajara (…), porque no relativamente, sino en absoluto, las fondas que he recorrido son muy aceptables y sirven comida sana y excelente. No traigo de ellas la terrible impresión, que jamás se me borrará, de cuatro días toledanos, pasados con anguilas de ría y anguilas de mazapán, sin otro alimento que ayudase á conllevar tan extraña penitencia».

Para ir acabando, no quisiera olvidar la defensa que Emilia Pardo Bazán hizo del feminismo y los derechos de las mujeres, especialmente los educativos. En una época en la que ni siquiera existía el concepto de violencia de género, aunque sí el problema, ella acuñó un término para denunciar las situaciones de maltrato e insoportable número de asesinatos de mujeres a manos de sus pretendientes, novios y maridos: el mujericidio. A las y los negacionistas de la violencia específica sobre las mujeres: lean a doña Emilia.