Periodismo, vieja épica, nueva época

27/04/2020 - 13:45 Víctor López/Periodista

Se ha llegado a decir que en 2022 la mitad de las noticias a las que la población tendrá acceso serán falsas- o medio ciertas-. Los voceros del mundo antiguo demostraron lo fácil que es confundir  realidad y ficción.

Desde las reseñas victoriosas elaboradas por los escribas de Alejandro Magno y los acta diurna en los que Julio César ordenaba registrar sus logros militares, pasando por los sermones de adoctrinamiento clerical en la Edad Media, los cancioneros españoles y los rumores expandidos por los gazzetanti venecianos y los canard parisinos en el siglo XVII, el periodismo ha estado sujeto a intereses e interpretaciones de la verdad. La prensa, concebida en su origen por el poder, también sería utilizada como arma de propaganda, manipulación y censura tras el estallido de la Revolución francesa. Marcel Proust llegaría a definirla como la misa laica de los burgueses. En el siglo XIX, las primeras agencias de noticias verían en la información un producto con el que poder comerciar, y en el XX la radio intentaría agitar conciencias antes de que la televisión empezara a retransmitir victorias bélicas de los vencidos, dejando de nuevo al descubierto el origen canalla del periodismo. Penúltima estación: Internet y las redes sociales, los novedosos nichos de noticias del presente siglo.

Pese a que el conocimiento de la verdad permite avanzar a las sociedades, no a todas les ha interesado este concepto a lo largo del tiempo. En Grecia, por ejemplo, los sofistas consideraban que la verdad no existía. Un enfoque que revelaría también el escepticismo de Hume y la desconfianza de los filósofos postmodernos. En España hay un dicho que reza: “Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. El objetivo del periodismo -su razón de ser como método científico- es la búsqueda de lo cierto para ponerlo en conocimiento del pueblo, pues una sociedad moderna, culta y saludable será aquella que tenga acceso a la información, el espejo en el que tradicionalmente no han querido mirarse los totalitarismos, los argumentarios unidireccionales y la mendacidad.

Se ha llegado a decir que en 2022 la mitad de las noticias a las que la población tendrá acceso serán falsas -o medio ciertas-. Los voceros del mundo antiguo, los oradores de la Edad Media y el mismísimo Orson Welles demostraron lo fácil que era confundir realidad y ficción. El cineasta llegaría a retransmitir un ataque alienígena en su famoso programa de radio La guerra de los mundos, desatando el pánico entre la gente en 1938. Hoy, muchos medios poseen guías con recomendaciones para reconocer bulos e invitan a contrastar las noticias a través de fuentes oficiales. Algunos organismos y startups filtran informaciones falsas (fact-checking). La Inteligencia Artificial (IA) vende ayuda a los periodistas... Pero, ¿quién está detrás del criterio de selección que garantiza la pulcritud informativa? ¿Incluso ahí podrían existir intereses partidistas? La viralización de falsedades a través de dominios web crea alarma y desconcierto; inestabilidad, odio e insolidaridad. Además, su velocidad de propagación es diez veces mayor que la de la información veraz. Escenas recientes como la quema de torres telefónicas en Reino Unido, en respuesta al planteamiento que coloca al 5G detrás de la mayor crisis sanitaria de los últimos tiempos, el Covid-19; titulares que aseguran que cada cien años se origina una pandemia para reducir la población mundial; teorías de la conspiración que culpan al ejército de EE.UU. de haber llevado el virus a China; o la presunta guerra biológica por la hegemonía económica internacional son ejemplos de ello. Y para evitarlos surge, una vez más, la censura. El “filtro” informativo: ruedas de prensa tamizadas y sin capacidad de repregunta, “ciberpatrullajes” policiales para garantizar la paz social, restricciones para el reenvío de mensajes virales a través de determinadas aplicaciones de mensajería… ¿Es esta la solución al problema?

Las fake news no son noticia. Existen desde tiempos inmemoriales, porque una buena falsa historia es más atractiva que la realidad. La psicología social revela que, a mayor incertidumbre ante una información importante, mayor proliferación de rumores. La fábrica de datos que suponen las redes ha hecho creer al ciudadano que puede elegir sus titulares. Y de este modo se ha llegado a la desinformación por superabundancia. Pero una mayor cantidad de noticias no significa tener mejor información. Es fundamental la reflexión y el análisis de los periodistas. Su obligación es no caer en el abrazo ideológico y la subjetividad. Su compromiso, jugar limpio con el lector. De ello dependerán las decisiones que este tome en el futuro, evitando que sucumba al abominable engaño de la posverdad.

Quizá aquel arte nacido con la idea de extender bulos -fake news- a cambio de influencia no diste tanto de la actual información en línea -el profesor Thomas Pettitt definía esta premisa como “paréntesis de Gutenberg”-. Quizá haya encontrado en el rumor su aliado, un virus y antídoto al mismo tiempo, la solución que la sociedad avanzada reclamará en su necesidad de estar bien informada, sea cual sea el soporte empleado. Ojalá la “infodemia” propiciada por la gran enfermedad de la era de la globalización sirva para poner en valor la buena praxis profesional y anime al periodismo a hacer autocrítica. Lo que parece incuestionable es que la vieja épica ha dado paso a una nueva época del oficio.