Pero ¿qué es una política de izquierdas?
01/10/2010 - 09:45
Por:
El comentario
Fernando Jáuregui / Periodista
Tengo para mí que el Gobierno anda un poco desnortado -por decir lo menos- en lo que a directrices de política económica se refiere. Hay quien piensa que una vicepresidenta dice una cosa y la otra, otra, valga la redundancia, cuando de hablar de subidas de impuestos se trata. Zapatero dice al respecto -ya sé que a usted no le sorprende- hoy digo y mañana Diego, pero la última versión parecería indicar, seamos cautos, que habrá un incremento en la imposición de los que realmente tienen más (ZP dixit).
El guirigay está siendo considerable, para colmo con tantos barones socialistas recomendando ir a por los ricos, a por la Iglesia, a por la banca. Como si la política de izquierdas, hoy y ahora, fuese esa incontinencia verbal. O peor, como si en estos momentos, en los que la estrategia se dicta desde Bruselas o/y desde Washington, fuese posible hacer una política económica netamente de izquierdas. O de derechas: Europa dicta el fin del capitalismo salvaje, de los fondos especulativos sin control. Pero el estado de bienestar disminuye. Es lo que hay. Palos a diestra y siniestra y sálvese quien pueda.
Me preocupa menos constatar que todos somos ahora un poco menos prósperos -vienen siete años de vacas flacas y quién sabe si alguna plaga egipcia- cuanto comprobar día a día que no hay una estrategia frente al pánico que se va apoderando de mercados, de empresarios, de trabajadores y de consumidores. Ni los sindicatos tienen un plan, ni lo tiene una patronal, cuyo jefe sobrelleva ya por sí mismo suficientes problemas, ni parece tenerlo demasiado claramente la oposición, ni, por supuesto, lo tiene el Gobierno. Un Gobierno que, por cierto, ayer predicaba unas líneas maestras de actuación y que hoy tiene que preconizar otras. Imposible que sea el mismo equipo el que ponga en marcha unas para, al cabo de una semana, rectificar ciento ochenta grados y lanzarse a la vía opuesta. Así que parece evidente que hay que cambiar esquemas y rostros. Claro que no estoy pidiendo la dimisión de Zapatero, como hacen algunas voces me parece que no muy responsables; menudo follón se organizaría ahora con un vacío de poder. Tampoco me parece que unas elecciones anticipadas puedan constituir una solución: eso significaría paralizar la Administración durante al menos tres meses, instalarse en la provisionalidad en unos momentos en los que hay que tomar decisiones de suma importancia y en los que hay que manejar el timón con firmeza. Solamente cabe, le guste o no a Zapatero, un nuevo Gobierno de gestión de la crisis hasta 2012. Un Gobierno de amplio espectro y de personalidades notables, expertas en sus respectivos campos de actuación. Un Gobierno con menos gente -el Parlamento ya ha pedido cuatro veces que se reduzcan los ministros- y competencias más y mejor delimitadas. Un Gobierno en el que entren personas de valía no necesariamente militantes socialistas y, aún mejor, incluso militantes de otros partidos: para mí, el ideal hubiera sido una gran coalición, pero ya se ve que los dioses del Olimpo monclovita y del Parnaso genovés así no quieren concedérnoslo.
Hace menos de cinco meses -cómo pasa el tiempo, cómo mueren las frases, qué terribles las hemerotecas-, el presidente del Ejecutivo nos dijo que no habría pactos económicos con el Partido Popular porque había diferencias ideológicas. Luego... Dios, cuánta agua ha pasado luego bajo los puentes. Hoy, ya digo, toca el debate sobre los impuestos, un debate en medio del estruendo. Un debate en el que los mismos han recetado tantas veces una solución y la contraria. En este cuarto de hora toca, parece, subida. Y después, ¿qué?
Me preocupa menos constatar que todos somos ahora un poco menos prósperos -vienen siete años de vacas flacas y quién sabe si alguna plaga egipcia- cuanto comprobar día a día que no hay una estrategia frente al pánico que se va apoderando de mercados, de empresarios, de trabajadores y de consumidores. Ni los sindicatos tienen un plan, ni lo tiene una patronal, cuyo jefe sobrelleva ya por sí mismo suficientes problemas, ni parece tenerlo demasiado claramente la oposición, ni, por supuesto, lo tiene el Gobierno. Un Gobierno que, por cierto, ayer predicaba unas líneas maestras de actuación y que hoy tiene que preconizar otras. Imposible que sea el mismo equipo el que ponga en marcha unas para, al cabo de una semana, rectificar ciento ochenta grados y lanzarse a la vía opuesta. Así que parece evidente que hay que cambiar esquemas y rostros. Claro que no estoy pidiendo la dimisión de Zapatero, como hacen algunas voces me parece que no muy responsables; menudo follón se organizaría ahora con un vacío de poder. Tampoco me parece que unas elecciones anticipadas puedan constituir una solución: eso significaría paralizar la Administración durante al menos tres meses, instalarse en la provisionalidad en unos momentos en los que hay que tomar decisiones de suma importancia y en los que hay que manejar el timón con firmeza. Solamente cabe, le guste o no a Zapatero, un nuevo Gobierno de gestión de la crisis hasta 2012. Un Gobierno de amplio espectro y de personalidades notables, expertas en sus respectivos campos de actuación. Un Gobierno con menos gente -el Parlamento ya ha pedido cuatro veces que se reduzcan los ministros- y competencias más y mejor delimitadas. Un Gobierno en el que entren personas de valía no necesariamente militantes socialistas y, aún mejor, incluso militantes de otros partidos: para mí, el ideal hubiera sido una gran coalición, pero ya se ve que los dioses del Olimpo monclovita y del Parnaso genovés así no quieren concedérnoslo.
Hace menos de cinco meses -cómo pasa el tiempo, cómo mueren las frases, qué terribles las hemerotecas-, el presidente del Ejecutivo nos dijo que no habría pactos económicos con el Partido Popular porque había diferencias ideológicas. Luego... Dios, cuánta agua ha pasado luego bajo los puentes. Hoy, ya digo, toca el debate sobre los impuestos, un debate en medio del estruendo. Un debate en el que los mismos han recetado tantas veces una solución y la contraria. En este cuarto de hora toca, parece, subida. Y después, ¿qué?