Presencia de María en la pasión de Jesús

29/03/2013 - 00:00 Manuel Ángel Puga

  
  
  
  Quien haya leído los Evangelios con cierto detenimiento se habrá percatado de que apenas hablan de la presencia de María en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Es San Juan quien hace una clara referencia a la Virgen María cuando Cristo ya estaba clavado en la cruz: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 25-27). María, pues, estaba en el monte Calvario.
 
 Por su parte, San Lucas hace una afirmación que nos permite deducir que María estuvo junto a la cruz. Narra San Lucas que cuando llegaron al Calvario crucificaron a Jesús entre dos malhechores, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Después dividieron sus vestidos y los echaron a suerte. “El pueblo estaba allí mirando”… (Lc. 23, 33-35). Es fácil suponer que María también estaría allí, entre la gente del pueblo, mirando y sufriendo en silencio. Como se puede comprobar en estos textos evangélicos, especialmente en lo que narra San Juan, la Virgen María estuvo presente en la Pasión de Jesús. Es de suponer que, desde el mismo momento en que tuvo noticia del Prendimiento, siguiera muy de cerca todo el proceso… Es de suponer que llegaría acompañada de sus familiares hasta las puertas de la casa de Caifás, el pontífice, donde escribas y ancianos se habían reunido previamente para preparar la acusación contra Jesús…
 
  Es de suponer que muy de mañana partiría hacia el palacio del gobernador Pilato, ante quien Jesús había sido llevado para ser interrogado y juzgado. Aquí oiría gritar a la multitud: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Y poco después vería cómo su Hijo era cruelmente azotado y escarnecido antes de que lo entregasen para ser crucificado. Dictada ya la sentencia de muerte, cargando con el madero de la cruz, Cristo camina hacia el Calvario como cordero hacia el matadero. Es seguro que María iría lo más cerca posible de su Hijo. Es seguro que lo acompañaría durante todo el recorrido. ¿Cómo iba a abandonarlo en esos momentos? ¿Cómo podría una madre abandonar a su hijo en tales circunstancias?... Cada caída con la cruz, la sufría María en su corazón. A Jesús se le desgarraban las carnes por las caídas y por los golpes del látigo, a María se le desgarraba el alma por tanto sufrimiento…
 
  Ya está izada la cruz en lo alto del Calvario… Clavado en ella y coronado de espinas, el Redentor del mundo está a punto de expirar. Cristo, aceptando la voluntad del Padre, ofrece su vida para la salvación del hombre… Junto a la cruz, María llora y sufre en silencio. Su corazón de madre, traspasado por la espada del dolor… Con frecuencia eleva la mirada hacia el Hijo crucificado, y la fija en sus ojos para ver si todavía vive. También con frecuencia baja la mirada, la fija en el suelo y se queda ensimismada, envuelta en los lejanos recuerdos que acuden a su mente… María sigue al pie de la cruz... En un momento dado, y para que se cumpliera la Escritura, Cristo dice: “Tengo sed”. Un soldado mojó una esponja en vinagre y, fijándola en una rama de hisopo, se la acercó a los labios… Hacia la hora sexta las tinieblas comenzaron a cubrir toda la tierra hasta la hora nona.
 
  El sol se oscureció y el velo del templo se rasgó. Jesús, con fuerte voz, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 44-46). Después de oír estas palabras, María vio cómo Jesús inclinaba la cabeza sobre el pecho y quedaba inmóvil… La muerte había hecho su aparición. Cristo había muerto. Todo se había consumado… Sin embargo, ella sabía que aquello no era el final; ella sabía que, al igual que lo había encontrado en el templo después de tres días desaparecido, también ahora volvería a encontrarlo; sabía que al tercer día resucitaría de entre los muertos, como Él había profetizado. María estaba convencida de que muy pronto volvería a reencontrarse con el Hijo, como así ocurrió. La esperanza en la Resurrección le dio fuerzas para poder soportar la inmensa angustia de la muerte.