Qué hace falta para ser un gran presidente

10/12/2011 - 00:00 Fernando Jáuregui


  Contra lo que pudiera parecer, a Mariano Rajoy, acaso por primera en su vida, el viento le sopla a favor. Cuanto más ardua la tarea que se presenta ante uno, cuanto más forzado te veas a asumir funciones de las que muchos huirían, mayor comprensión encontrarás incluso entre los críticos. Nunca fui un entusiasta de Rajoy -ni de casi ningún político, lo confieso: demasiados años mirando-, pero ahora creo que puede realizar un buen papel y llegar a ser un gran presidente.

  Para ello, pienso que tiene que transformar la célebre frase de la que se apropió Clinton, "¡es la economía, estúpido!", en su contraria: "¡no todo es economía, estúpido!". Y es que son muchas las tareas internas que le aguardan tras un primer lance europeo que probablemente haya hecho que los mercados se aquieten por un tiempo, dejando a los mandatarios de la UE posibilidades de respirar... y de gobernar, aunque sea con poderes limitados. A Mariano Rajoy todos le consideran ya, dentro y fuera de España, como el presidente del Gobierno.

  Al fin y al cabo, aunque por persona interpuesta, Zapatero, fue el ganador de las pasadas elecciones quien manejó la posición española en la decisiva 'cumbre', que, en principio, tanto nos ha aliviado: una lástima que, al estar mudando el Parlamento, nadie vaya a acudir a explicar al poder legislativo los intríngulis de un encuentro del que me parece que nos quedan bastantes flecos por conocer. Personalmente, espero con ansia la comparecencia de Rajoy en la sesión de investidura, que será, dado que presumiblemente no se explayará antes, cuando nos cuente con cierta profundidad cómo ve el mundo -hasta las relaciones con Gibraltar pudieran cambiar-, la 'nueva' Europa y, claro, también la 'nueva' España. Porque no todo van a ser decisiones adoptadas en Bruselas (o en Berlín, o en París. Depende, como el propio Rajoy diría).

  El perfil de un gobernante se muestra en su talante, en sus primeras decisiones, en su manera de hacer frente a la corrupción -y no le van a faltar ocasiones de mostrarlo: ahí está el 'caso Camps', que este lunes reanuda su Via Crucis. O el 'caso Urdangarín'. Y ¿qué pasó del 'Faisán' o del de José Blanco, que tanto ruido hicieron en campaña?-.

  Rajoy hizo, a mi entender, un muy buen discurso en la noche electoral, tendiendo la mano a diestra y siniestra: tiene que acertar en los nombramientos, pero no solamente en los de los principales ministros, sino en esos muy significativos 'segundos escalones' que dan el tono de un gobernante: designaciones sectarias en la judicatura, en la fiscalía, en el área de la comunicación, en cultura o en educación producirían, sin duda, una primera decepción difícil de borrar luego.

  También contra lo que pudiera parecer, a Rajoy no le beneficia la casi inexistencia de una oposición: el Partido Socialista tardará en recuperarse del desgaste sufrido en la 'era Zapatero', que le ha dejado casi en coma. Las formaciones intermedias, aunque han crecido, carecen del peso y el equilibrio suficientes, y los nacionalistas seguirán yendo a lo suyo, como es natural, pero no ejerciendo, cosa casi imposible por su propia naturaleza, las funciones de una oposición nacional.

  Así, me atrevería a pronosticar que Rajoy, en este minuto en el apogeo de su gloria, podría encontrarse a no muy largo plazo con los brotes de una cierta oposición interna, quizá de perfiles más conservadores, que cuestionen su talante centrista o sus características como gobernante.

  Rajoy no puede, entiendo, recostarse ni justificarse en lo que se decida en las instancias europeas, bastante más lejanas de lo que pudiera pensarse. El cambio ha suscitado demasiadas esperanzas como para defraudarlas; puede que no haya muchas oportunidades más de unir a un país en torno a ese cambio. Que no nos falle.