Rayuela
Tiene esta librería-pescadería unos lomos de libros bien cuidados, como la pescadilla morena, tan digna ella, que nos servía rebozada del día de la Primera Comunión o el santo del abuelo y hoy se sirve todo género.
Dando la cara a la catedral, un buen sitio, ahí se encuentra la librería de Sigüenza –“ciudad bravía, con cincuenta bares y una sola librería”- que me decía Alfredo Juderías, aunque se puede aplicar a tantas ciudades españolas y la rima cuadra, vaya si sigue cuadrando. La una sola -sin tilde- librería está unos metros más abajo de donde la plantó en su origen José Luis García Fraile y hasta recibió algún premio nacional. José Luis tuvo el detalle de ordenar los libros en un único sentido, de tal manera que el visitante no corriera el riesgo de dislocarse el cuello cambiando la postura para leer los títulos, los lomos. Rayuela sonaba bien en una Sigüenza todavía despertante, con sus tres sílabas que reunían más vocales que consonantes y advertían sin advertir que ahí dentro traficaba literatura con alguna selección.
El domicilio de Rayuela me traía siempre recuerdos de lo que fue antes, “la cooperativa” -de San José Obrero- donde unas dependientas, vírgenes de pelo cardado y guardapolvo gris, despachaban otra cosa, “ultramarinos”, palabra impagable, como “coloniales”, palabras sinónimas de América, color, fruta y sal, y ahí, casi sin llegar al mostrador, éramos enviados para cuadrar las faltas de la exigua despensa de cada casa. Todavía se despachaba en “mitad de cuarto” y en “cuarto y mitad” del variable género que asomaba por la boca ancha de los sacos que iba a parar a un cucurucho de papel de estraza también gris como los guardapolvos. Pero recuerdo con asombro la pescadería que instaló Ángel Miguel, recién llegado de Berlanga de Duero. A la mano izquierda de esta cooperativa que admitía en realidad más clientes que socios se ordenaban los yacentes pescados con sus brillos de plata y sus ojos del camisa blanca de los fusilamientos del Dos de Mayo. Y cada vez que subo los dos escalones de Rayuela me adentro en la pescadería con el mismo asombro que aquel niño recadero de hogar.
Es cierto que Inés Rayuela le ha dado un aire siglo XXI de muchos colores, como un dibujo de Sarah van Dongen en el que la pintora y la librera podrían ser hermanas, si es que no lo son. Pero yo sigo entrando a la pescadería y veo a la izquierda el bacalao, seco, caro, vertical y muy digno, de los libros de historia, local, de esa historia en salmuera que no muere y de la que se aprovechan hasta las raspas pues en la historia de nuestros pueblos está escrito que no es que se vacíen sino que se desaguan y que tanta historia pequeña de tanto altar de mérito y tanta cruz de plata bien repujada ya no hay quien la mantenga porque el castellano hoy, aquí, pide un pisito en Fuenla y le basta con una raya de incienso cada año, cuando las fiestas.
Tiene esta librería-pescadería unos lomos de libros bien cuadrados, como la pescadilla morena, tan digna ella, que se nos servía rebozada el día de la primera comunión o en el santo del abuelo -la merluza era cosa de cuatro y menos, del notario tal vez- y hoy se sirve todo género, y morenas frescas, pues desde la caja se manda un correo a la lonja-editorial que se lo remite en un voleo, que los libros hay que ir a comprarlos a la librería, ese hábitat al que uno regresa como regresa a la carpintería, a la botería, y al horno para oler la magdalena de Proust. Y también a la propia pescadería y a la librería, marcapáginas de nuestra vida que no es sino la propia biblioteca de cada cual. Y cada quien recordará en su día, en la numancia seguntina o en el pisito del foro, que ese libro de ahí arriba se lo compró una mañana un su abuelo en aquella librería de Inés van Dongen donde, como en la trastienda, había instalado un acuario de libros de colores que no paraban de aletear, sobre todo cuando verían moverse los de los lomos que decían: “el ratón Pérez”.