Razón y libertad en democracia
25/09/2013 - 00:00
Todos estamos de acuerdo en que los sistemas democráticos actuales nacen de las ideas de la Ilustración del siglo XVIII donde, a base de cultura y formación, se superaron los diferentes absolutismos y se pasó del Soberano a la soberanía, de los estados al Estado. Y las personas pasaron de ser súbditos a ciudadanos. Todo ello, rodeado de una condición de igualdad entre todos los hombres. El fundamento de estas transformaciones culturales está en la razón y en la libertad. Pero hoy día vivimos una democracia en que podemos perder la razón y la libertad por tanto querer ganarlas. Hace falta una política más racional y más libre, menos mediatizada (opinión, información, educación) y menos instrumentalizada (manipulación). Razón y libertad se conjugan y se saborean en una Constitución como fórmula de convivencia de ambas dimensiones.
En democracia se necesita un gran espíritu constitucional. ¿Quién cree y cumple hoy la Constitución? Personas y organizaciones prescinden de ella. Se ignoran y se desprecian los principios que la inspiran. Tanto la razón como la liberad tienen que tener sus límites para sentirnos seguros. Muchas veces identificamos democracia con la libertad más que con la razón, el consenso y el diálogo. Y sin embargo, una y otra son comunes y caminan juntas de la mano. Nadie en solitario tiene la verdad, nadie aislado tiene la libertad. Ambas se constituyen en la colaboración y participación de todos. Necesitamos, igualmente, una desinstalación de las personas en relación con partidos y organizaciones. Nuestro pensamiento y nuestra libertad están demasiado atrapados por las organizaciones, por los aparatos, por las estructuras.
No pensamos por nosotros mismos, estamos mediatizados e influenciados en nuestras ideas y convicciones. Estamos demasiado pendientes de intereses, estrategias y mediaciones. Lo mismo sucede con la conducta moral. Hay un margen de moral permitida que da permiso para actuar hasta donde se acepte y se tolere por la sociedad pues ella es la medida de la ética comunitaria. La permisividad forma parte esencial de nuestra sociedad. La austeridad y el trabajo son las formas actuales de vivir la libertad y la democracia. Nadie está dispuesto a renunciar a nada, a aplazar o prescindir de satisfacciones. Las prestaciones, los gastos y el bienestar se cargan a la deuda que es ya insoportable acercándose el día en que no sólo debamos todo lo que gastamos sino todo lo que producimos, viviendo a cuenta de las generaciones venideras, hipotecando su futuro. En este sentido, no existe solidaridad en nuestras democracias pues no importa que haya diferencias insultantes en la propiedad y el disfrute de ella.
Las diferencias sociales están ahí incrustadas en el pensamiento y en la realidad social. Nadie piensa en la igualdad de partida y de situaciones y se aceptan las diferencias como suerte, castigo y destino de todas las sociedades. Finalmente, hay una falta de racionalidad en la crítica política. El mismo nombre de oposición no está bien elegido. No existe el diálogo entre los diferentes grupos y la llamada oposición no se dedica más a desgastar, a deslegitimar, a reivindicar, a destruir y revocar que a colaborar. Se puede discrepar y dialogar, criticar y razonar. La democracia hace posible la existencia de ambas cosas que, hoy por hoy, parecen imposibles.