Reflexiones en el retrete

11/07/2021 - 09:51 Santiago Arauz de Robles

Solo la visión del milagro explica el milagro del cuadro. Ya está de desnudo de todo- logros, fracasos, bienes y penurias- el alcalde que hizo de su vida caridad.

Esta mañana de mayo estoy, casi a solas, en el retrete, cuarto pequeño en la casa (capilla lateral de la iglesia de Santo Tomé, en este caso), destinado para retirarse (descripción semántica de la RAE). Un lugar para la reflexión. Fue un acierto, pedido con el imperio de la voz ya silenciosa del testamento de su protagonista, el emplazamiento en este estrecho espacio de la tumba y luego, sin mudanza, de la obra espléndida que es El entierro del conde de Orgaz; en realidad -el dato es importante- el cuadro del momento final y eterno del señor de Orgaz, en el tiempo en que entregó su alma al hacedor el 9 de diciembre de 1323.

¿Quién era el retratado, inerte como un despojo portado con mimo por dos en apariencia clérigos, y vestido con una damasquinada coraza negra? El nombre da pistas, a veces definitivas, sobre la ascendencia, es decir sobre una parte importante de la personalidad. Cuando fray Luis de León quiere saber quién es Cristo, araña suavemente en sus “nombres” hasta palpar las arterias de su ser, en una especia de teología de su humanidad. En el caso del personaje-hombre cuyo tránsito pinta Theotocópuli, el Greco, se trata de Gonzalo Ruiz de Toledo. El patronímico Gonzalo proviene de Gonzalvo, deriva castellana del Gundisalvo germánico, que significa “combate, pelea, esfuerzo”. Ruiz es simplemente descendiente de un tal Ruy. Y Toledo, obviamente, su topónimo de nacimiento, la ciudad a cuya sombra ve la luz, y de la que luego sería alcalde. Posiblemente conocía poco más de él, salvo la leyenda, Doménico, el vanguardista Greco, cuando le imagina más de dos siglos después. Pero lo ha “visto” en sus rasgos esenciales. Entre ellos, que es casi un hombre del pueblo aupado por el propio esfuerzo y el de los suyos en sus oficios, que fueron los de pelear, porque la vida es milicia sobre la tierra, y también lo es personalmente el de gobernar en la compleja ciudad de las tres culturas.

En mayo, cuando aprieta la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, se vuelve exigente la obligación de hacer un reposo, y meditar sin límites en la luminosa y fresca umbría de la capilla que quiso como funeraria, es decir como gloriosa (lo ha entendido bien el pintor), el buen -es fama suya- señor de Orgaz. A ello invita el monaguillo del ángulo inferior izquierdo del cuadro, en actitud y en función de descarada encarnación de preguntas esenciales. Son, ¿o eran?, frecuentes estos infantes funerarios, los encontraréis, por ejemplo, en esa escultura cumbre que es el doncel de Sigüenza. Quizás porque es verdad social el dicho evangélico:  has ocultado estas cosas a los sabios y poderosos y las ha hecho visibles a los pequeños e ignorantes. El artista usa la pupila del niño. El infante de Sigüenza, sentado y la mejilla apoyada en la mano, reflexiona: parece  entender la hondura presionante hacia la esperanza del hecho “cierto” de la muerte, cada hora hiere, la última mata. El del lienzo del Greco ha enmudecido y pregunta, a todos, ¿qué es, por qué sucede, a dónde lleva? Al morir Tello,el gañán de una dehesa, bizco, feo, fiel y entrañable, Blanca, la niña de siete años nieta del “amo”, hizo entre lágrimas una pregunta: ¿quién nos hará ya las migas (de pastor)?, y enseguida una hermosa protesta rebelde: ¡yo no quiero morir!. ¿Hay respuesta?, me pregunto de nuevo, en el arranque de una primavera cualquiera. Ese niño de traje negro y gola blanca está en las puertas del misterio, y el misterio supone la necesidad de lo que parece imposible a la razón: la vida tras la vida, algo tan ridículo para los saduceos judíos, y los racionalistas, pero tan agónica y luminosamente necesario.

En algún sector se consideró extravagancia de intelectual la hipótesis del doctor Marañón sobre que, para su apostolado, el Greco habría tomado por modelos a enfermos del psiquiátrico llamado El Nuncio Viejo. Hay un tema más hondo en esa elección voluntaria: un paranoico es una persona que, sin reparar en ello, no acepta que la razón sea una celda hermética. In interiore homini hábitat veritas, cierto. Pero, con la frase de san Pablo y título de una película de Ingmar Bergman, tan solo como en un espejo. Más allá del recinto de la razón existe verdad, e incluso la Verdad. Por eso la experiencia popular  confirma: los locos y los niños dicen las grandes verdades, las elementales, tras sus descaradas preguntas 

Todos morimos, y quedamos en el recuerdo, para bien y para menos bien. El alcaide de Toledo, señor de Orgaz, es nieto o bisnieto de Fernán Yuanes beni Abd Malik. Sabe lo que es la no pureza de sangre, pues: es parte de los bereberes conquistadores. Su familia, y hasta él, fueron sintiendo la justicia de reponer la historia al momento anterior a la batalla del Guadalete, sin dañar ni romper: Gonzalo alcalde integra a los moriscos, y a los judíos siglo y medio antes del momento aciago y exótico en que la política prevaleció sobre la ética, y aquellos fueron expulsados dejando su casa y llevándose la lengua común. El señor de Orgaz es el regidor de todos, sin que las culturas pierdan su identidad. Un esfuerzo titánico, que exige armadura austera, negra antracita, con retozo de damasquinados en oro. Modelo despreciado por los nazis, y por los propios judíos tras su diáspora, hoy mismo, en Palestina y contra los nativos: son actuales piedras  de contraste. Por eso, llaman poderosamente la atención en el cuadro del Greco varias “circunstancias esenciales” que ha visto el pintor: en el grupo de asistentes solo hay pueblo, de iguales entre sí (hasta en el escueto vestuario, de jubones y golas). 

También es pueblo el deán con capa pluvial, su acólito, y el franciscano con sayal pardo. Encarnan la religiosidad popular que asiste al milagro: porque quienes acogen y abrazan al cuerpo, para que sin impedimentos se le desprenda el alma, son -según la creencia, ¿y por qué no, cuando aceptamos los milagros de la ciencia y de la razón?- el obispo de Hipona, Agustín, y el diácono encargado en Jerusalén de los cristianos griegos, Esteban.

  Solo la visión del milagro explica el milagro del cuadro. Ya está desnudo de todo -logros y fracasos, bienes y penurias- el alcalde que hizo de su vida caridad, que no otra cosa es, sabiéndonos todos iguales, tratar por igual a los sujetos al poder de modo que se sientan libres. Y, porque así lo condujo Cristo y se dejó ir en tan valiosa compañía, en el momento crucial lo acoge glorioso como a los hijos de la mar, en la desnudez propia, en sintonía con la esencia de la Castilla imperial. Esa desnudez quizás aborrecida en las sociedades del bienestar, sin más alientos, despojo obligado que va sembrando “sobras” en los basureros de los suburbios de cada ciudad, a lo largo y ancho de lo que fuera y tiene vocación de ser planeta azul; suburbios a los que “no hay que asomarse” aunque sea obligación de humanidad; y hasta en las profundidades de una mar océana empachada de plásticos. 

Con los párpados casi entornados, me siento abducido por el cuadro: y veo que no hay dos espacios diferenciados, como parecería: la tierra y el empíreo, la gloria. Son puros vapores, nieblas fugaces, lo que los separa si la razón no construye un muro sino que se hace permeable al misterio de la sinrazón divina, como lo es para la vitalidad y las preguntas del niño. La trascendencia no es sino la emanación de las ataduras del ser humano en una mañana de primavera, eterna. 

Cuando las palabras se encuentran con la Palabra. Y todo continúa en sus principios.