Sensación de pérdida (A Elena de la Cruz)


 Era para nosotros, los arquitectos de Guadalajara, una compañera y una interlocutora que echaremos de menos.

Seguramente resulte un sarcasmo que este artículo ya tuviera este mismo título antes incluso de la pérdida de nuestra compañera Elena de la Cruz, tan reciente y repentinamente fallecida. Era para nosotros, los arquitectos de Guadalajara, una compañera y una interlocutora que echaremos de menos, pues su trayectoria política la había llevado a puestos de responsabilidad que tenían una estrecha relación con su  formación y con el ámbito de nuestro trabajo y del suyo propio.
    Es esta una sensación de pérdida que nos afecta como personas y relativiza todo lo demás, por esa cercanía que manifestaba, por su implicación, por esas reuniones que teníamos pendientes y por esa sensibilidad que ella demostraba, pues siempre que la escuché sabía de lo que hablaba. Por todo eso, la sensación es más intensa y se une a todo ese sobrecogedor contexto que rodea a las desapariciones a una edad tan temprana.
    Entre los razonables homenajes que podemos hacerle desde nuestro colectivo está el  de estrechar lazos con la Escuela de Arte que dirigió y de cuyas actividades siempre hemos tenido puntual noticia. También el de perseverar en la  labor de difusión de la Arquitectura como hecho cultural y de la Arquitectura de Guadalajara como patrimonio del que somos especialmente responsables.
    Este artículo se titulaba “sensación de pérdida” desde unos días antes. Era, entonces, otra sensación muy distinta, incomparable, era una sensación calibrada y no afectiva como la que ahora sentimos por Elena, una profesional que se licenció en Bellas Artes, en la especialidad de Diseño y se tituló en la Escuela de Arquitectura de Madrid materializando, un más que interesante periplo formativo que evidenciaba sus inquietudes. La otra sensación de pérdida, la que ahora nos puede parecer intrascendente, tiene que ver con eso, con nuestras inquietudes y quizás las suyas, esas en las que lo personal y lo profesional se funden en las carreras en las que la vocación es un factor determinante.
    Quizás ahora nos parezca una anécdota, y más en estas líneas, pero hace unos meses se publicó la demolición de una reconocida obra de arquitectura moderna –de una frágil obra de arte-  en los alrededores de Madrid. Era la casa Guzmán del prestigioso Alejandro de la Sota, desbaratada por sus herederos, quizás cansados de recibir un goteo de visitas de todas partes. Viendo lo que lo ha sustituido uno no puede por menos que sentir una sensación de absurdo. Ahora nos hablan de la posible desaparición de una vivienda de Coderch. Coderch o De la Sota no suenan como Mompó o Millares, ni llama la atención ni escandaliza que se destruyan obras suyas. Pero incluso los ejemplos son casi lo de menos. Aquí también acumulamos paréntesis que son el resultado de pretéritas, recientes o pronosticables desapariciones, y no parece que aprendamos. Es más, cuando uno bucea entre muchas de las opiniones contenidas en las redes  sobre éste u otros episodios, se le agranda a uno esa ya casi crónica sensación de desazón por la ridícula valoración de mucha de la más interesante arquitectura de nuestro país y nuestro entorno.
    Ayudan estos gestos a entender toda la historia de las incomprensiones y repudios que ha generado el arte de todas las épocas y esa dificultad para comprender que una Escuela de Arte es necesaria y que el patrimonio es un bien, es riqueza que, razonablemente gestionada, además de valor y refugio, puede producir intereses con plazos de rentabilidad creciente que no se miden en ejercicios fiscales, sino en generaciones. Estos gestos ayudan a entender cómo, en nuestros tiempos, se confunde tan fácilmente bisutería de copistas y troquel con joyería preciada.
    Pocos opinarían a la ligera si hablásemos de un ajuar heredado, ni estaría bien visto echar diamantes al contenedor correspondiente y menos jactarnos en público de tal proeza si ya fuese cosa irremediable. Si no nos encajan esas joyas por pretéritas o pretenciosas, buscaremos tasador y comprador idóneo, pero seguro que nos ofendería su desprecio. Lo mismo sucedería con un cuadro “con firma”, con un velero o con una pieza de talla que por alguna razón hubiese terminado en una peana de la casa de nuestros antepasados, aunque tengamos que tributar a hacienda por su valor, pues lo cortés no quita lo valiente.
    La Arquitectura a veces no goza de esa suerte y la moderna, de interés, menos aún. Quizás en algún momento mordimos la manzana de un árbol inadecuado que nos ha estigmatizado y la cosa se torció de tal modo que nos hemos visto condenados a tiempos de confusión, de inquietud y hasta de marginación por lo que a veces leo. Sólo hace unas semanas, que ahora parecen meses, hojeando una revista de tendencias de un prestigioso sello editorial  relacionado con el periódico de mayor tirada de nuestro país, que se autodefine como “contemporary culture mag”, cayó en mis manos un artículo desolador que rezumaba una  burlona ignorancia, un incomprensible desapego a la documentación que incluía y una flagrante incapacidad para distinguir arquitectura de valor de la de mero consumo. Era de mayo de 2015, uno más. No sé si detrás de todo esto subyace la devaluación de las enseñanzas medias, algunos estropicios también perpetrados por nuestra parte o la incapacidad para trasmitir las emociones que la arquitectura de verdad produce, pero de cualquier modo les aseguro que cuando yo voy al pescadero o al puesto de verduras, procuro aprender y no dármelas de listo y menos publicar cosas en revistas sobre alimentación y consumo.
    Por cierto, si pueden, no dejen de visitar algunas de las buenas iglesias que hay en nuestra provincia, la mayoría antiguas y alguna moderna. El artículo que he mencionado iba de esto último. Las iglesias son lugares que, si son buena arquitectura, invitan a un momento de recogimiento, de emoción o de meditación, crea uno en lo que crea, y mi artículo empezó, no en vano, hablando de esas cosas: de la sensación de pérdida y de los anhelos, impulsos y sentimientos que nos humanizan.