Sigüenza en Notre Dame

17/04/2019 - 16:49 Javier Sanz

 Ardía París porque ardía su catedral, un templo de bancos vacíos al que sueña peregrinar todo occidente, desde Japón hasta el Cabo de Hornos. 

La tarde del Lunes Santo de 2019 ardió Notre Dame”, dirán los libros de texto dentro de un siglo y de dos si es que entonces se siguen editando libros, historias y humanidades. El logotipo de ese incendio será la viñeta común de la portada de todos los diarios franceses del 16 de abril: las gárgolas del paradójico edificio eclesiástico del país más laico del continente viejo derramando aguas no por la verga del canalón sino por supuestos lacrimales. Al fondo, la tour Eiffel alumbrada por la puesta de un sol negro.

A las gárgolas de la catedral de París les escocía el espinazo al atardecer de un Lunes Santo que los franceses no marcan en su calendario. Los parisinos ven pasar desde el tajo hileras de guiris con un móvil en cada mano para enterarse, de regreso a casa, de lo que han pisado, previa vomitona vía Facebook para conocimiento de los amigos. Hoy no es nadie quien no recibe 50 likes por foto en esa agencia de cien millones de empleados a coste cero que se marcó Zuckerberg, un marco de fotos mediático para cuadrar un viaje de estudios o de novios en París, la quema del Judas o la turra a un actor en la mesa de al lado en el Parador de Zamora.

Pisé Notre Dame mediado febrero y me santigüé con la misma devoción del peregrino que pisa después La Sorbona o Le Sacre Coeur, donde los ángeles de negro pidieron a Jesús que volara sin alas hasta Trocadero. A la entrada saludé al ministro más breve, y más digno, de la democracia española, con su porte de citoyen du monde, o sea, con el mismo aire, del soplo innato, con que andaría por Louis Vuitton o por los alrededores de los molinos de los altos de Consuegra. La catedral que gasta la portada más tolerante de la cristiandad a base de personajes de hasta tres muecas por cara tenía en su Museo, en la calle de la Epístola, dos relicarios de a millón, uno para San Vicente y otro para San Roque, patronos de invierno y verano de Sigüenza, ya ve usted, símbolos religiosos engullidos por lo pagano, santos que lo fueron por lo suyo y lo son ahora por soportar cien docenas de cohetes cuando los sacan a los dos únicos soles verdaderos, el de invierno y el de agosto. De por medio un siglo, el que cabe en la España despoblada en cada calendario anual.

Los huesos de Vicente y de su paisano Roque debían andar esa tarde de permiso, afectos a la tradición de un pueblo que por rimar su calendario se encoraza en Semana Santa para sacar por las calles el tráiler de la pasión de Jesucristo. Ardía París porque ardía su catedral, un templo de bancos vacíos al que sueña peregrinar todo occidente, desde Japón hasta el Cabo de Hornos. A veinte euros del fuego, en Cabify, una lágrima de cristal punteaba a medianoche una almohada Erasmus: en la retina derecha de Berta se había borrado la silueta de la catedral de su ciudad nueva; en la otra todavía quedaba la herrumbre puntiaguda de los hermanos Eiffel. Del corazón le salía un humo catedralicio de pesadilla que el cañón de la aorta distribuía como chimenea de locomotora hasta las veinte uñas de nácar, y vuelta. Sentía la fiebre más fiebre de las que hasta ahora había marcado el hilo de mercurio que le templa el alma. ¿En verdad había ardido Notre Dame? Le Monde levantaba acta de defunción en la edición de papel del Martes Santo. El Sena bajaba rojo, color rojo cardenal.