Silencio sobre Dios
24/06/2013 - 00:00
La Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II afirma que la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19). Son muchas las conclusiones que podríamos extraer de esta enseñanza conciliar. Además de invitarnos a permanecer en actitud de escucha para poder responder a las constantes llamadas del Señor, nos recuerda que nuestra existencia es la manifestación más clara de su amor incondicional a cada una de sus criaturas.
Por lo tanto, la más alta dignidad del ser humano consiste en vivir la comunión con Dios y con sus enseñanzas. Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí para comunicarle su amor, para ofrecerle su salvación y para mostrarle el camino de la felicidad. Sin embargo, observamos que el ser humano, con frecuencia, prefiere vivir al margen de Dios, no tiene interés en escuchar su Palabra y se comporta como si realmente no existiese. Esta despreocupación por las cosas de Dios será siempre un obstáculo para que la persona, creada a su imagen y semejanza, pueda encontrar la verdad y la dicha que busca incansablemente y que sólo en Él puede hallar.
Si contemplamos la realidad actual, podemos comprobar que, salvo raras excepciones, los responsables del gobierno de las naciones y quienes ostentan algún tipo de responsabilidad en la vida pública hablan y actúan olvidando totalmente la existencia de Dios. Sin saber muy bien las razones, también observamos que en la convivencia social se ha impuesto por la vía de los hechos el no hablar de Dios. En ocasiones, parece que este silencio sobre Dios sea un signo de progreso o una condición necesaria para establecer la convivencia y las relaciones sociales en paz y libertad. En alguna ocasión, también podemos constatar con cierta perplejidad que algunos católicos tienen miedo a confesar públicamente sus convicciones religiosas para no ser tachados de anticuados o trasnochados.
Este miedo a mostrar con naturalidad las propias creencias demuestra una profunda inseguridad religiosa en quienes ocultan su fe y puede provocar dudas en muchos cristianos de fe sencilla. Ante la constatación de esta realidad, todos deberíamos preguntarnos: ¿Pretendemos ser más modernos silenciando a Dios? ¿Al no contar con Dios en la convivencia diaria, estaremos intentando apropiarnos de un mundo que sólo a Él le pertenece? ¿Habremos caído en el error de pensar que las convicciones religiosas han de ser relegadas al ámbito privado y, por tanto, no deben mostrarse públicamente? Si no queremos llegar a un oscurecimiento de la conciencia moral, a una degradación de la libertad y a un relativismo en los comportamientos sociales, es preciso que superemos el miedo a nombrar a Dios y a ponerlo como fundamento de la vida y de las decisiones personales. Como nos recuerda San Agustín, aunque pretendamos negar la existencia de Dios, nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Él, pues hemos sido hechos por Él y para Él. .