Sinfonía nacional

03/05/2013 - 00:00 Emilio Fernández Galiano

  
  
  
Me refiero a la necesidad de un pacto. No es una ilusión. Ni un espejismo. Adolfo Suárez lo consiguió con una economía reventada y una inflación desbocada (47%, qué locura) y decenas de muertos al mes sobre la mesa del odio. Una crisis del petróleo que nos maniataba y endeudaba y un clima, en general, que si por un casual lo padeciéramos ahora… se podría llegar a ese pacto. Aquél fue firmado y asumido por los principales partidos políticos con representación parlamentaria e incluso una buena parte de CC.OO. se sumó a él –no así UGT, que de vez en cuando le sale su vena más revolucionaria-. Fue un ejercicio de generosidad por parte de todos y para todos. No me imagino un acuerdo similar en la actualidad, pues la inocencia de entonces era no culpable y ahora ser inocente supone ser un gilipollas. Es la acepción menos afortunada a una forma de entender la política como el arte de lo imposible, cuando el interés común se antepone al propio y los intereses de la Nación priman sobre los de los partidos.
 
  Claro, que la clase política de entonces poco o nada tiene que ver con la actual. En aquéllos tiempos era un honor representar al pueblo, ahora es una necesidad, un medio, un modus vivendi para la especulación y el pelotazo. No de todos, pero sí de los suficientes como para teñir a los padres de la patria –qué concepto ya perdido- del color de la corrupción. Con todo, apelo a esa inocencia del blanco y negro, la del UHF, cuando la calva de los señores se cubría con sombreros en lugar de trasplantes y las tetas de las señoras se adaptaban al sostén en lugar de a la silicona.
 
  Para mi que éramos más auténticos, menos artificiales. Tal vez por ello, un encantador de serpientes con la flauta del Movimiento fue capaz de conciliar con los herederos de Besteiro. Ése sí que fue un pacto. No hace falta remontarse tan lejos. La legislatura de Aznar en la que no tenía mayoría absoluta, la primera, fue la que le catapultó al cesarismo absoluto de la segunda, en la que la cagó. De la necesidad nace la virtud y por ello cuando más necesitó el acuerdo, más lo encontró. La actual mayoría absoluta de Rajoy puede suponer una estabilidad deseable en lo que a gobernabilidad se refiere. Pero es una obviedad demasiado tentadora para caer en el desprecio y la autocomplacencia.
 
   Me desespera observar cómo los dos principales partidos tienden la mano al contrario sólo con el ánimo de denunciar que se la niega. Es un ejercicio de hipocresía escénica que raya lo infantil. Veo ahora a nuestro país vecino, Italia, esperanzado por un gran acuerdo, y no han tardado en llegar a tomar medidas que por primera vez en mucho tiempo albergan optimismo, que cambian la fisonomía de un Estado que hasta hace poco parecía abocado al abismo, precisamente por su ingobernabilidad.
 
  España no tiene la carencia de un parlamento inestable, como el de Italia, pero manifiesta una incapacidad total para aportar ilusión. Y ya no es cuestión de paciencia, de perseverancia, de aplicar con rigor y con el rodillo de los escaños un programa determinado. Se trata de que ante una situación como la actual los grandes tienen que demostrar que lo son y actuar al unísono. Un solo tono para una melodía compleja. Pero para demostrar que el problema no es la sinfonía, sino los que interpretan la partitura.