Soledades que matan

08/06/2019 - 15:34 Antonio Yagüe

La soledad no elegida es sobre todo un mal urbano y de personas mayores. 

La España vacía o vaciada también está en las ciudades, en los edificios en los que vivimos y en la escasa o nula relación entre   vecinos que no nos conocemos ni por el nombre. De vez en cuando, la policía descubre el cuerpo en avanzado estado de descomposición de una persona que estaba tan sola que nadie había echado en falta su desaparición. La insolidaridad llega al punto que ni amigos y conocidos se alarman ante su silencio telefónico, nadie se inquieta por el  buzón atascado de correspondencia, los vecinos no observan la luz siempre  apagada en su vivienda, en los impersonales supermercados no se sorprenden de su ausencia y los bancos no indagan por qué no retira dinero de forma periódica. Ni siquiera por Navidad sus sobrinos se interesan.

La soledad no elegida es un mal sobre todo urbano, y de personas mayores  -mujeres en un 70% porque son más longevas-,  que están viviendo el invierno de su vida. Las estadísticas dicen que  tres millones de españoles (casi 100.000 en Castilla-La Mancha) no comparten su vida con nadie. Una pandemia tan grave como la despoblación.

Este serio problema sociosanitario lleva un tiempo que atrae tanto o más la atención de fundaciones, onegés, y medios de comunicación oportunistas. Los políticos no le han destinado ni una sola línea en sus programas electorales. Ni se han planteado la creación de un Ministerio de la Soledad, como en Gran Bretaña, dudosamente efectivo, pero que al menos queda bonito en discursos y mítines.

Dicen los médicos que sus efectos, la tristeza, el estado depresivo o la dificultad para dormir son solo los síntomas de un mal que no se cura con pastillas, sino con compañía. Cada día vivimos más. Pero, ¿de qué sirve vivir tanto si el final del camino es sólo un paseo en solitario, un andar haciendo caminos... sobre la nada?

En los pueblos despoblados, paradójicamente,  la vida en solitario es mucho menor, pero puede resultar más terrible.  Incluso tétrica. “Déjalo. Me hace compañía”, advertía un anciano pastor hace años a la asistenta social ante la visita de un ratoncillo a su cocina. El roedor se acercaba desde su escondrijo dos veces al día para compartir algo de su comida ante la lumbre. A la postre, era su único amigo.