Tren transoceánico a Bucaramanga

21/06/2019 - 12:15 Javier Sanz

El tren transoceánico fue una conexión soñada con ese mundo que se debía despachar en Madrid y en París y en Londres.

El carrusel de la vida de cada cual pasa a diario lanzando destellos como de espejo retrovisor limpio, pero tienes que estar atento  para recibir la señal, de lo contrario el próximo giro con la misma historia quizá te sorprenda en el velatorio en el que eres protagonista, con las manos cruzadas sobre tus partes y detrás de un escaparate blindado bien repleto de coronas de flores y cintas malvas con los falsos eslóganes que tus deudos han mandado rotular: que no te olvidarán. Puede que tu viuda, a la salida del funeral ya haya recibido media docena de guasaps de tus amigos más crápulas: “a ver si quedamos”.

El destello del espejo rebotó el martes en el Rialto de la Gran Vía. Pekenikes en concierto, aunque de los fundadores solo se mantiene en pie Ignacio Martín Sequeiros. El carrusel mandó esta vez una luz azul rey y me vi ante el escaparate de la tienda de Tizón, en el declive de la calle en la que nací, mirando aquella portada del grupo, un disco de a cuatro canciones, una de las cuales decía “Tren transoceánico a Bucaramanga”. Aun niño, no tuve que leerla dos veces y ese tren fue un lema en adelante. Es cierto que Pekenikes ha sido el grupo que con más elegancia ha titulado sus temas, pero ese tren fue un impacto, tanto que ni quise saber donde caía Bucaramanga, bien seguro que de México para abajo y por encima de Brasil, en un país donde los niños bailan de pie antes de aprender a andar.

El tren transoceánico fue una conexión soñada con ese mundo que se debía despachar en Madrid, y en París y en Londres. El pueblo ya estaba visto y sabido, con sus recorridos litúrgicos por las calles principales con puntualidad de aguja, siempre lo mismo y a tal hora, con la única novedad de que de cuatro en cuatro décadas era otro el que encendía los cohetes. Ese tren transoceánico anunciado en una portada de los Pekenikes te dejaba en todas las bucaramangas que anhelaras, a partir de ahí era cosa tuya dormir a cubierto y que no desafinaran tus tripas como las de los extras de las novelas de Quevedo. El tren a Bucaramanga partió en los sesenta y ni uno solo de los pasajeros volvió la cabeza, no fueran a estatuarse en sal como la mujer de Lot. Medio siglo después, periodistas, brujos y antropólogos andan rompiéndose la cabeza para explicarse la España vacía o vaciada en la que ya no pernoctaría Virgilio ni en la mejor casa rural pues del sonido insoportable del silencio del agro están llenos los manicomios. El tren transoceánico a Bucaramanga llegó a Atocha y todavía hubo quien hizo trasbordo destino París mientras en el gran cementerio de Castilla no quedan más que esqueletos tumbados al sol y al hielo con las manos cruzadas sobre sus partes, esperando ponerse en pie en cuanto les llegue el anuncio de lo que les prometió desde el púlpito un cura al que miraban como extraterrestre porque viajaba en una Lambretta.