Tres monaguillos
01/10/2010 - 09:45
El comentario
Fernando Almansa Periodista
En mi pueblo; un pueblo de la sierra Norte de Guadalajara, las misas dominicales son muy especiales, al menos para mí.
Cada año, cada mes, somos menos los feligreses, salvando las vacaciones y o puentes madrileños claro está. La edad no perdona y la Parca y las enfermedades van retirando de la parroquia a los devotos feligreses.
Las mujeres se sientan en los bancos delanteros, los hombres atrás, que hay tradiciones que ni el Concilio Vaticano II movió.
Las mujeres atienden el sermón dominical fervorosamente, los hombres, los más cuchichean.
Las mujeres comulgan, los hombres por pascua florida, como rigen los cánones.
Apenas hay niños, uno o dos, y no están entre el pueblo sino vestidos de monaguillos en el altar, y un largo etcétera, de imágenes previsibles. En definitiva un cuadro que tiene los días contados y que pasará a la memoria de las misas de mi pueblo en un santiamén.
Pero entre tanta estampa clásica y convencional, hay algo que rompe con este estático y ya decadente costumbrismo dominical, y son precisamente los monaguillos.
Cuando los hay, la estampa es conmovedora, una niña rubia pizpireta de ojos azules y más saltarina que un saltimbanqui, un niño moreno de pelo rizado y ojos negros y sonrisa picarona, y un niño rubio de cara circunspecta y ojos claros que completan el trío. Y es que esta diversidad facial y personal se debe a que son ucraniana, dominicano y español, los susodichos monaguillos. Y a mí me alegra verlos y seguir su juego de signos y ordenes calladas para indicarse quien recoge la patena o trae las vinajeras.
Ellos viven en su mundo de protocolo eclesial con la seriedad de obispos y con la naturalidad de los niños. Conviven en su trabajo y en su juego, ajenos a los miles de kilómetros que les separan geográficamente y culturalmente en origen, y hacen que la misa tenga una especie de ventanuco hacia un espejo invertido donde se refleja de forma opuesta lo que ocurre entre los bancos de la feligresía. En nuestro lado, los bancos, quietud, vetustez, homogeneidad, en el espejo del altar los tres monaguillos saltarines, diversos, infantiles alegres y ocasionalmente traviesos.
Y pienso que las notas alegres de estos universales monaguillos alegran el sermón del párroco, y que me resulta graciosa esa iglesia abierta, inquieta, variada, universal y jovial, y pienso que de los parroquianos de mis bancos, me interesa su experiencia vital y su temor de Dios, algo ya casi olvidado. El sermón del cura suele ser breve, y oportuno, pero confieso que en mis reflexiones sobre la Iglesia formal y la imaginada en estos tres monaguillos, me pierdo con frecuencia el hilo conductor del sermón y me quedo con el de los tres monaguillos, pero quizá todo valga. ¡Da para tanto el entorno de mi Iglesia .!
Las mujeres se sientan en los bancos delanteros, los hombres atrás, que hay tradiciones que ni el Concilio Vaticano II movió.
Las mujeres atienden el sermón dominical fervorosamente, los hombres, los más cuchichean.
Las mujeres comulgan, los hombres por pascua florida, como rigen los cánones.
Apenas hay niños, uno o dos, y no están entre el pueblo sino vestidos de monaguillos en el altar, y un largo etcétera, de imágenes previsibles. En definitiva un cuadro que tiene los días contados y que pasará a la memoria de las misas de mi pueblo en un santiamén.
Pero entre tanta estampa clásica y convencional, hay algo que rompe con este estático y ya decadente costumbrismo dominical, y son precisamente los monaguillos.
Cuando los hay, la estampa es conmovedora, una niña rubia pizpireta de ojos azules y más saltarina que un saltimbanqui, un niño moreno de pelo rizado y ojos negros y sonrisa picarona, y un niño rubio de cara circunspecta y ojos claros que completan el trío. Y es que esta diversidad facial y personal se debe a que son ucraniana, dominicano y español, los susodichos monaguillos. Y a mí me alegra verlos y seguir su juego de signos y ordenes calladas para indicarse quien recoge la patena o trae las vinajeras.
Ellos viven en su mundo de protocolo eclesial con la seriedad de obispos y con la naturalidad de los niños. Conviven en su trabajo y en su juego, ajenos a los miles de kilómetros que les separan geográficamente y culturalmente en origen, y hacen que la misa tenga una especie de ventanuco hacia un espejo invertido donde se refleja de forma opuesta lo que ocurre entre los bancos de la feligresía. En nuestro lado, los bancos, quietud, vetustez, homogeneidad, en el espejo del altar los tres monaguillos saltarines, diversos, infantiles alegres y ocasionalmente traviesos.
Y pienso que las notas alegres de estos universales monaguillos alegran el sermón del párroco, y que me resulta graciosa esa iglesia abierta, inquieta, variada, universal y jovial, y pienso que de los parroquianos de mis bancos, me interesa su experiencia vital y su temor de Dios, algo ya casi olvidado. El sermón del cura suele ser breve, y oportuno, pero confieso que en mis reflexiones sobre la Iglesia formal y la imaginada en estos tres monaguillos, me pierdo con frecuencia el hilo conductor del sermón y me quedo con el de los tres monaguillos, pero quizá todo valga. ¡Da para tanto el entorno de mi Iglesia .!