Un amargo desastre

12/06/2024 - 17:37 Sergio Alberruche

El otro día, mientras preparaba los ingredientes para hacer un cóctel Spritz, pensé que no tenemos nada de que quejarnos. Sin duda, estamos en el momento óptimo de los últimos 2.000 años.

Nuestra vida es infinitamente mejor que la de los esclavos encadenados que remaban hasta la extenuación física mientras recibían los latigazos de los capataces en las galeras en el Imperio Romano. Y que la de los campesinos y siervos que subsistían en las cosechas entre la insalubridad y la pobreza hasta que fallecían a los 40 años en la Edad Media. Y que la de los indígenas que fueron obligados forzosamente a trabajar en plantaciones y minas al mismo tiempo que veían erradicadas su cultura y su tradición bajo el dominio colonial. Y que la de los obreros que permanecían hasta 16 horas al día, seis días a la semana, en las fábricas abarrotadas, inseguras y sin apenas ventilación en el siglo XIX.

 

A pesar de que en España el salario medio actual sea inferior al salario medio de hace diez años y en esa década, en cambio, la inflación acumulada haya subido más del 20%.

 

Y a pesar del declive masivo de la felicidad en las sociedades avanzadas, con el aumento de los intentos de suicidio y de las hospitalizaciones psiquiátricas desde antes de la pandemia y con las tasas de ansiedad y de depresión doblándose en todo el mundo.

 

Y a pesar de que internet haya pasado de ser una herramienta de libertad a un instrumento de vigilancia gubernamental que llevas contigo a todas partes en tu bolsillo.

 

Y a pesar de que las redes sociales sean el vehículo perfecto en esta era irracional, individualista y sumisa, para las campañas de desinformación, las teorías de conspiración y el auge de los populismos y los autoritarismos, con la emoción imponiéndose a la razón entre los seres humanos más extremistas de toda la historia.

 

Y a pesar de que la inteligencia artificial, en el mejor de los casos, aumentará la desigualdad existente en el mundo y hará asquerosamente ricos a las pocas personas que la posean y, en el peor de los casos, presentará daños y desafíos nunca vistos antes en la historia de las democracias occidentales y nos conducirá hacia un futuro distópico y catastrófico.

 

Y a pesar de que el cambio climático se sienta cada vez más intenso y el año 2023 haya sido el más caluroso de los últimos 125.000 años, con temperaturas globales de 1,48 grados centígrados más de media que entre los años 1850 y 1900.

 

Y a pesar de que el mundo viva en un continuo riesgo geopolítico, con la ambición expansionista de Vladimir Putin y los conflictos en Ucrania y en Gaza como la antesala europea previa a que China decida invadir Taiwán o Filipinas o India (o que Corea del Norte ataque a Corea del Sur) y Estados Unidos responda y esta nueva guerra fría entre dos superpotencias competitivas y enfrentadas se convierta definitivamente en una tercera guerra a nivel mundial. 

 

En mayor o menor medida, con estoicismo, epicureísmo y las enseñanzas de la escuela zen del budismo, todo ello es asumible.

 

Ahora, lo que es inadmisible es que haya gente que todavía, a estas alturas de la humanidad, prefiera tomarse al atardecer un Spritz con Campari. ¿En serio? ¿Qué será lo próximo? ¿Poner Aperol al Negroni?

 

Eso sí que no deberíamos permitirlo. Sería como retroceder 2.000 años en un suspiro.

 

Y no hay nada más frustrante que ser siempre el señor mayor reaccionario que grita a las nubes para intentar evitar el inminente, y amargo, desastre.