Un plan de ahorro inane

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

Antonio Papell - Periodista
En democracia, la política no sólo se reduce a una técnica, a un ejercicio de eficacia: como sublimación que es de un conjunto de valores y principios, requiere una determinada estética, una cierta finura intelectual, por lo demás poco frecuente en nuestros parajes un tanto rurales y excéntricos con respecto a la gran política europea.
Viene esto a cuenta, es obvio, del impudor de que hace gala quien, en plena crisis económica y a la hora de presentar un plan de ahorro energético, se atreve a incluir como una de las medidas estrella la de regalar una vez al año, durante dos, una bombilla de bajo consumo a quien tenga un contrato doméstico de suministro eléctrico.

El listado de las 31 actuaciones que forman el Plan de Ahorro y Eficiencia Energética 2008-2011 que, si el buen sentido no lo remedia, aprobará mañana el Consejo de Ministros es tan manifiestamente improvisado, tan desigual en sus designios, tan cuajado de puerilidad que, en sí mismo, es un retrato descalificante de su autor. Por supuesto que hay que mejorar la eficiencia energética de un país como el nuestro en el que, al contrario de lo que parece lógico, cada vez consumimos más energía para producir una unidad de PIB. Y por supuesto, también, que hay que renovar el parque móvil y desarrollar los automóviles híbridos... Pero estos objetivos de altos vuelos no pueden incluirse en una lista heterogénea en la que, entre otras ocurrencias, se quiere rebajar la iluminación vial -¿no sabe el ministro que en las autovías iluminadas se producen de noche la mitad de muertes que en las que no lo están?-, se pretende reducir la velocidad en los accesos a las grandes ciudades -¿no sabe que ese descenso reducirá la capacidad de las vías hasta generar embotellamientos invivibles?- o se utiliza el señuelo de las bombillas regaladas para producir un cambio lógico que debe suscitarse mediante la prohibición de seguir fabricando o importando bombillas de alto consumo.

Pero no sólo el plan, que cuenta con una financiación ridícula que de ningún modo permitirá ahorrar los más de 4.000 millones de euros calculados, es un totum revolutum poco decoroso. Además, una propuesta de esta naturaleza sólo tiene sentido después de haber fijado una planificación energética estatal indicativa a medio y largo plazo (y si es posible, con el consenso de la oposición). Y, por añadidura, el planteamiento general de la llamada a la austeridad está equivocado.

Con respecto a lo primero, a la falta de planificación y método, es claro que el primer afán de Miguel Sebastián debería consistir en asegurar la oferta energética que satisfaga la demanda presente y futura, así como en rebajar todo lo posible la gran dependencia energética –el 81%, según Eurostat-, una de las mayores de Europa. Los expertos creen que las energías renovables tan sólo podrán proporcionar en el mejor de los casos no más del 30% de la oferta, por lo que parece inevitable abrir cuanto antes del debate nuclear, al menos para garantizar la prórroga de las centrales actuales. Cuando todo esto esté en marcha, será quizá momento de predicar austeridad a los ciudadanos con el fin de ajustar el chocolate del loro del consumo. Pero hasta entonces, quienes estamos a merced de la impertinencia oficial tenemos derecho a reclamar al célebre descorbatado que anteponga las grandes políticas a estos afanes intervencionistas y menudos que quizá revelen indirectamente un malsano afán de protagonismo.

Con respecto a lo segundo, al planteamiento público de la austeridad, es altamente demagógico afirmar que “cada vez que levantamos el pie del acelerador mejora la renta nacional” o que “cada vez que cogemos el metro o reducimos el aire acondicionado hacemos algo por nuestro país”. Y si no hubiera demagogia, peor, porque entonces se demostraría estulticia. Las razones del desenfoque son obvias pero expliquémoslo por si acaso el romo ministro no lo entiende: el bienestar personal o el tiempo de transporte son bienes intangibles que también influyen en la percepción de la calidad de vida y en la productividad. No es extraña tal confusión en un ministro que, por su insistencia en viajar en metro y no en coche oficial –también en este caso por un alarde demagógico y populista-, le cuesta al erario público un verdadero dineral porque escoltarlo en su viaje metropolitano, en un país que aún soporta terrorismo, requiere el despliegue de muchos más efectivos policiales.

Ya sabemos que a la política no van necesariamente los mejores y que, junto a personalidades brillantes, logran abrirse paso medianías audaces que ni siquiera saben ocultar su incompetencia. Pero quienes tienen las más altas responsabilidades de coordinación y control en el propio Gobierno habrían de cuidar mejor la imagen corporativa del equipo, que se ve gravemente dañada por la falta de entidad de algunas propuestas y de sus promotores.