Un símbolo para Guadalajara

17/07/2016 - 11:06 Jesús de Andrés

Las ciudades que poseen símbolos logran ser reconocidas por ellos, impulsando el turismo.

El pasado 18 de junio, coincidiendo con la celebración del 25º Maratón de los Cuentos, fui amablemente invitado a participar en una mesa redonda titulada “Cómo se hace una ciudad de cuento”. La reflexión de los organizadores, de los participantes, y también del público, giró en torno a la manera de conseguir que Guadalajara esté asociada –más aún- a la imagen que el Maratón promueve: una ciudad identificada con los cuentos, con la literatura, con la narración oral, con los valores que del uso de la palabra se desprenden.
    Las iniciativas propuestas fueron numerosas, pasando por vincular espacios públicos al Maratón, abrir un museo, conseguir la declaración de patrimonio cultural inmaterial por la Unesco o desarrollar un trabajo coordinado entre instituciones y sociedad civil. No quiere esto decir que no se hayan hecho cosas en estos veinticinco años, al contrario. Han sido muchas las acciones llevadas a cabo tal y como, desde la experiencia, expuso José María Bris en una detenida recapitulación. La propia existencia de un Maratón consolidado y con firme amarre a la ciudad da cuenta de ello.
    Por mi parte, quise ir más allá y plantear la necesidad de buscar un símbolo no tanto para el Maratón sino para la propia ciudad de Guadalajara, que carece de él. Crear una marca que no tenemos. Si ese símbolo consiguiera, además, estar relacionado con lo literario, con el amplio universo de la letra impresa, miel sobre hojuelas. No faltan en la provincia referentes simbólicos literarios, los cuales han sido aprovechados creando rutas turísticas de distinto tipo o recordando aquellos lugares con los que tuvieron relación: desde el camino del Cid al Arcipreste de Hita y su Libro del buen amor, pasando por el Marqués de Santillana o Don Juan Manuel y su Conde Lucanor, o más recientemente el Viaje a la Alcarria, brillantemente conmemorado en la provincia con motivo del centenario de Cela. Sin embargo, el simbolismo de estos referentes es inconcreto por no estar materializado y, por tanto, carece de la suficiente atracción.
    Las ciudades que poseen símbolos logran ser reconocidas por ellos, impulsando el turismo y convirtiéndose en foco que atrae el talento y la actividad económica. En ocasiones en símbolo es un monumento. Segovia, por ejemplo, tiene la fortuna de mantener en pie un acueducto romano único, Ávila su muralla, Granada la maravilla de la Alhambra. En ocasiones los monumentos son más recientes. Nueva York tiene la estatua de la Libertad, París la torre Eiffel o Bilbao el museo Guggenheim. Guadalajara, claro está, no tiene ni la fortuna de los primeros (nuestro palacio del Infantado no es poca cosa, pero es difícilmente comparable como símbolo) ni el potencial económico y de población de los últimos. Otras veces, son las fiestas las que conforman una identidad simbólica: las Fallas de Valencia, los Sanfermines de Pamplona, la Semana Santa de Sevilla, la Fiesta del Orgullo de Madrid, o la Tomatina de Buñol. En este caso, el Maratón de los Cuentos sí tiene entidad por sí mismo, pero las fiestas son producto de temporada, agotándose su presencia rápidamente.
    Si acercamos el foco a otros casos, vemos que no es necesario tener grandes edificios históricos, construcciones faraónicas ni museos de diseño. Una gran ciudad como Copenhage, capital y ciudad más poblada de Dinamarca, tiene por símbolo una pequeña estatua en bronce que representa a la Sirenita del cuento de Andersen. Otra capital, Bruselas, es representada por una pequeña estatua, el Manneken Pis, de poco más de medio metro de alto. Sin irnos tan lejos, Teruel también ha conseguido que una pequeña estatua, el Torico, se convierta en su símbolo. En estos casos no hay que buscar su origen en la noche de los tiempos: la Sirenita es de 1913 y el Torico de 1858. En los últimos años, ciudades como San Sebastián (con su Peine del Viento, unas esculturas de Chillida erigidas al final de su paseo marítimo en 1976) o más recientemente Gijón (con el monumento Elogio del Horizonte, también de Chillida, levantado en 1990) han creado símbolos que crean marca e identidad y atraen turismo.
¿Por qué no intentar algo parecido en Guadalajara? No vamos a levantar las torres Petronas, pero sí podría buscarse un símbolo de consenso capaz de articular todas las sensibilidades políticas, estéticas y sociales, de aunar el espíritu de nuestra ciudad, de construir un nosotros compartido que nos defina. Para ello podría ponerse en marcha un concurso de ideas, una comisión con integrantes de la sociedad civil y de las instituciones o cualquier otro método que consiga canalizar las propuestas. El gran problema precisamente es el de conseguir esa identidad común, algo que en ocasiones, salvo si se trata de una victoria deportiva, parece imposible. Si queremos que tenga éxito tiene que encarnar unos valores y, por supuesto, tiene que ser compartido, lo cual requiere –otra ausencia notable- altas dosis de empatía con quien no piensa como nosotros. Si ese símbolo tiene relación con los libros, con la literatura, mejor para todos; si su significado es más tenue, poco importa: lo importante es que nos una, que tenga un planteamiento aglutinador, inclusivo, que nos dé esa identidad común de la que carecemos.