Una democracia a la defensiva
20/11/2012 - 00:00
Asistimos a la gran paradoja que supone defender a la democracia de los que la defienden. Antes creíamos que sus enemigos estaban fuera o se situaban al margen de ella para combatirla pero ahora vemos que están dentro y pueden destruirla desde dentro del sistema, utilizando sus mismas condiciones como son el poder, la libertad, la tolerancia. Crece entre los ciudadanos el desprestigio de la llamada clase política y el deterioro moral de nuestro sistema es alarmante. Los mayores detractores de la democracia son los llamados a gestionar el sentimiento de un pueblo que clama por la honradez, la responsabilidad, la honestidad, la transparencia, la austeridad y la ejemplaridad.
Hablamos mucho del poder convencional y artificial olvidando el poder natural y radical del pueblo que es el gran excluido en la construcción democrática de la sociedad. La política tiene que mirar al pueblo para que el pueblo pude mirara los políticos. Existe un duelo por la democracia, es decir, esta sociedad está llorando y pagando todos los errores cometidos en los años que llevamos viviendo en ella. El pueblo se siente engañado y estafado por aquellos representantes que, durante tantos años, se han dedicado a vivir bien, cómodamente, de la falsa idea de democracia. Es muy significativo que la situación de abismo en que ha entrado la economía social haya proporcionado la ocasión para que el pueblo haya despertado del sueño político.
Ahora vemos qué hacían y cómo vivían los dirigentes que creíamos que eran nuestros defensores, representantes o servidores. ¿Dónde estaban cuando se deterioraba la fortaleza de la economía y aumentaba la desigualdad? La convulsión económica actual ha tenido un valor epistemológico pues han aflorado comportamientos indignos y vicios oscuros de la élite dirigente y esperamos que tenga también una función terapéutica para que la comunidad recupere su fortaleza moral. Ha fracasado el sentimiento y las aspiraciones comunes hacia una mayor justicia e igualdad. Pero también el pueblo callaba, aplaudía y premiaba o toleraba a todos los que se acercaban a la política en busca de beneficios personales. Tampoco le preocupaba el perfil o la talla moral de los gobernantes.
Todos hemos sido cómplices de la falta de solvencia moral en esta sociedad. Eso es la democracia, que el pueblo participa como actor y como cooperador de los éxitos y de los errores comunes. Este fracaso de la democracia ha comenzado por el cuestionamiento de las ideas y valores en que se sustenta, en especial, la validez de la autoridad y la compatibilidad entre la ley natural y la ley moral. El vacío de valores se ha llenado con el exceso de poder.
Todo era una llamada a la emancipación y a la liberación de viejas tradiciones. Después le ha seguido el individualismo refinado, el egoísmo en las costumbres que cierra y ensombrece a la sociedad actual. Pero la defensa de la democracia no se logra sólo por medios jurídicos.
Es necesaria una transformación ideológica y moral radical primero de las conciencias y después de la realidad y de las estructuras. La sociedad permisiva tiene que dejar paso a una democracia coincidente de los ciudadanos en la valoración de actitudes de cara al bien colectivo buscada y practicada por aquellos que son responsables de la gestión de la liquidez y solvencia moral de un pueblo Pero aquí sí es necesario el rescate.