Una Iglesia que da miedo
01/10/2010 - 09:45
Por: Redacción
ADOLFO YÁÑEZ, Madrid
De aquellos tres grandes poderes fácticos que tanto temíamos los españoles en otras épocas, sólo la Iglesia continúa en su irreductible postura de siempre. El poder del dinero, representado otrora por caciques y hombres de banca, ha sabido adaptarse a los tiempos modernos y anda hoy por España y por el mundo consiguiendo sustanciosos beneficios sin preocuparse del color ideológico que tengan los gobiernos de Madrid.
Tampoco al ejército parece importarle ya demasiado que ocupe la Moncloa un González o un Aznar, un Rodríguez Zapatero o un Rajoy. Nuestros militares han aprendido que la política no debe fraguarse en los cuarteles y viven al margen de las alternancias de poder que otorguen las urnas. Es la Iglesia, sólo la Iglesia la que sigue empecinada en mantener la sociedad española en la férrea horma de su particular doctrina. E intenta, con cuantos medios dispone, que la política en España no se aleje del servicio a la fe católica, exigiendo que leyes, textos de las escuelas o costumbres ciudadanas se adecuen a las normas que ella predica.
Ni obispos ni sacerdotes han sabido hacer nada para que no se vacíen los templos, para que sus seminarios no se encuentren desoladoramente faltos de vocaciones, para que no se vean obligados a cerrar infinidad de conventos y monasterios. Nada han sabido hacer para que los jóvenes del siglo XXI se acerquen a su mensaje y, más allá de folclóricas y puntuales concentraciones, vivan, sientan y practiquen a diario las enseñanzas que sacerdotes y obispos intentan inculcar. Pero resulta curioso que, cuanto ellos no supieron conseguir en ámbitos que les son propios (parroquias, catequesis, etcétera), se empeñen en que lo hagan dirigentes que han de servir por igual a cristianos que a judíos, a musulmanes que a seguidores de la fe Bahai, a librepensadores que a incrédulos.
Soy uno de los muchísimos españoles que ha sido educado en colegios de la Iglesia y, a las razones que poseo para agradecer la formación que se me dio, quisiera añadir otras razones que me hicieran comprender la permanente obsesión de la Iglesia por la política nacional, su indisimulado mal humor ante la independencia de nuestros gobernantes, su tozudez en pagar nóminas mes tras mes a comunicadores que nada tienen a veces de católicos y que, desde emisoras que a la Iglesia pertenecen, excitan y dividen a los ciudadanos a base de soflamas e incluso de insultos. No entiendo por qué la familia de todos, la sexualidad de todos, la educación de todos o las leyes de todos han de ser como exija un solo catecismo. Y no encuentro justificación a beligerancias de pancarta y bulla callejera en gentes que dicen velar únicamente por los espíritus. Me aterra que pueda existir una Iglesia institucional empeñada en que se agiten las aguas de un país enamorado hoy de la paz. ¿A río revuelto, esperan alguna ganancia pescadores que, en tiempos no tan lejanos, rebautizaron como santa cruzada lo que no pasó de ser una tristísima convulsión de locura y sangre? Junto a monjitas adorables, creyentes honestos o sacrificados misioneros, ¿hay quizá una Iglesia montaraz que da miedo y que sigue apeteciendo controlar vidas y conciencias de la sociedad entera?
Ni obispos ni sacerdotes han sabido hacer nada para que no se vacíen los templos, para que sus seminarios no se encuentren desoladoramente faltos de vocaciones, para que no se vean obligados a cerrar infinidad de conventos y monasterios. Nada han sabido hacer para que los jóvenes del siglo XXI se acerquen a su mensaje y, más allá de folclóricas y puntuales concentraciones, vivan, sientan y practiquen a diario las enseñanzas que sacerdotes y obispos intentan inculcar. Pero resulta curioso que, cuanto ellos no supieron conseguir en ámbitos que les son propios (parroquias, catequesis, etcétera), se empeñen en que lo hagan dirigentes que han de servir por igual a cristianos que a judíos, a musulmanes que a seguidores de la fe Bahai, a librepensadores que a incrédulos.
Soy uno de los muchísimos españoles que ha sido educado en colegios de la Iglesia y, a las razones que poseo para agradecer la formación que se me dio, quisiera añadir otras razones que me hicieran comprender la permanente obsesión de la Iglesia por la política nacional, su indisimulado mal humor ante la independencia de nuestros gobernantes, su tozudez en pagar nóminas mes tras mes a comunicadores que nada tienen a veces de católicos y que, desde emisoras que a la Iglesia pertenecen, excitan y dividen a los ciudadanos a base de soflamas e incluso de insultos. No entiendo por qué la familia de todos, la sexualidad de todos, la educación de todos o las leyes de todos han de ser como exija un solo catecismo. Y no encuentro justificación a beligerancias de pancarta y bulla callejera en gentes que dicen velar únicamente por los espíritus. Me aterra que pueda existir una Iglesia institucional empeñada en que se agiten las aguas de un país enamorado hoy de la paz. ¿A río revuelto, esperan alguna ganancia pescadores que, en tiempos no tan lejanos, rebautizaron como santa cruzada lo que no pasó de ser una tristísima convulsión de locura y sangre? Junto a monjitas adorables, creyentes honestos o sacrificados misioneros, ¿hay quizá una Iglesia montaraz que da miedo y que sigue apeteciendo controlar vidas y conciencias de la sociedad entera?