Una visita fugaz al Alto Tajo

29/06/2013 - 00:00 José Serrano Belinchón

  
  
 
 Una de las delicias con las que por estas latitudes nos regalan las tardes de junio es la de su duración, a la que hay que añadir otra delicia más que la complementa, la del favor, salvo raras excepciones, de la climatología cuando el verano no ha entrado todavía con toda su fuerza. Tardes transparentes y claras, frente a una naturaleza que rebosa esplendor con un sin fin de matices; un privilegio que no siempre sabemos aprovechar teniéndolo tan cerca. Oferta ocasional y gratuita pidiendo a gritos que nos sacudamos el lastre de la pereza, residuo quizás de un invierno y de una primavera anómalos. El último fin de semana, en pequeño comité familiar serví de guía por una comarca muy característica de esta tierra, aprovechando la incomparable condición de la tarde. Destino: el Alto Tajo; programa a seguir: ninguno, lo que la naturaleza nos quiera regalar sobre la marcha. Una brisa suave con olor a campo venía del levante al cruzar Cifuentes. Los seis o siete caños que en la fuente de Saelices manaban a la vez junto al lavadero, a la sombra de unos álamos rectos como velas, nos permitieron beber del agua fresca que los campesinos emplean para regar sus huertas. Huertahernando se deja ver sobre la colina con la airosa espadaña barroca de su iglesia en lo más alto, y como a media docena de kilómetros: el monasterio de Buenafuente, con su silencio alterado tan sólo por el trinar de los pájaros; con el respeto que rezuman sus viejas piedras; con el rumor de la Fuente Santa que corre en el interior de la iglesia románica; con su historia y con sus recuerdos. Un saludo a don Ángel, alma de aquella abadía desde hace casi medio siglo, y otra vez al camino. Las seis de la tarde.
 
  Los frondosos tilos de la plaza abandonada del Villar, riscos altísimos y barranqueras profundas en aquella naturaleza bravía, hasta que minutos más tarde fuimos testigos de cómo las aguas terrosas del río Gallo se juntaban con las cristalinas del Tajo, conservando cada una su color durante un largo trecho de su cauce a la salida. Estábamos en el Puente de San Pedro, un referente de aquella maravilla natural, con su intenso azul surcado por las aves de presa que habitan en los agujeros de las peñas. Las siete de la tarde. Cortando hacia la Alcarria en busca de impresiones nuevas en el viaje de regreso, nos encontraremos poco después, dando satisfacción a los ojos de la cara y a los del corazón, en el mirador de Zaorejas, a dos o tres kilómetros de las últimas casas. Desde allí se advierte en toda su variedad y viveza lo que la naturaleza es por ella misma en varios kilómetros a la redonda, algo sencillamente espectacular: precipicios profundísimos cortados por paredes de roca, senderos, espesas vertientes de matorral, el paso del río y de los arroyos, la peña que en la media distancias se anuncia como el mítico castillo de Alpetea, y la vegetación áspera, mitad sierra mitad alcarria. Las ocho de la tarde, aún nos quedaba tiempo para llegar con luz. Regreso a casa por la que alguna vez se me ocurrió conocer como la “Ruta de los Campanarios” en la Hoya del infantado: Alcocer, Escamilla, Valdeolivas, una nueva oportunidad para otra tarde de verano, que también valdrá la pena.