Fandiño

24/06/2017 - 14:35 Javier Sanz

A Fandiño, como a Manolete, se le notaba torero con el traje de calle, con caída a plomada y por el eje del espinazo.

Anocheciendo el sábado comenzaron a pitar los móviles: “Muere el torero Iván Fandiño, de una grave cornada…” Uno de los nuestros, exiliado en la Fuentelencina de Manolete, donde los toreros buscan la calma, o sea, a ellos mismos verse venir de frente desde la otra punta del camino, había caído al sur de Francia, donde los antis pierden argumentos de protesta de maltrato cuando cierran el coso con la talanquera de los Pirineos, haciéndonos bárbaros sólo a los morenos del sur. La France sabia en toros en su franja meridional no pierde por ello la grandeur.  
    A Fandiño, como a Manolete, se le notaba torero con el traje de calle, con caída a plomada y por el eje del espinazo. Los hombres dejaban a sus mujeres poner los retratos de Manuel y de Iván en el comedor porque les gustaban tanto como a ellas. Eran tíos serios, con el alma en vilo aun en noviembre, con el capote planchado en el armario. Llevaban dieta de grillo y agua la que quisieran, hasta las nueve. No se la jugaban cada tarde porque jamás entendieron como un juego eso de tener enfrente a un animal con dos sables en la cabeza empujados por media tonelada. Por ello no murieron en Las Ventas ni en La Maestranza sino en una ambulancia que no salía de una plaza de primera. Ahí habían dictado lección de lo que se pide a los políticos, a los banqueros, a los catedráticos y a los obispos: vergüenza torera.
    Iván Fandiño no estaba en la pole, tampoco Fernando Alonso, pero este año se habría retirado con treinta festejos. Le habían contratado en Perú dos tardes seguidas, ya, y en septiembre le veríamos en Las Cruces. De por medio, otras veinte tardes de luces entre el norte y Castilla, pues se había acoplado a la tierra como un ciprés. Fandiño, con algo que solo le era suyo, era ya un torero de corte muy castellano, tirando a Vitigudino, donde hubiera llegado de no cruzarse un hijoputa en Aire-sur-l’Adour, pues le atracó cayéndose y por la espalda.
    En el callejón, Iván Fandiño era un cristo de Gregorio Fernández, color de olivo y el gesto de dolor, clavado en la cruz. Sabía que le quedaban tres minutos, dos para su hija y otro para su mujer, que en el techo de la ambulancia ya serían dos trazos curvos y difuminados de Edward Munch. Ya no vio otra cosa. El hombre de bien que salió de casa con el paso fino que nunca ha marcado en Palacio un Borbón de cuna, llegaba a Orduña en una copa treinta horas después. Le esperaban unos hombres de negro que evitan, todos, el mal fario, aunque para qué, si saben que lo lleva dentro ese al que no pueden evitar, el que dicen es el animal más bello del mundo. El que les hace soñar con una finca donde verán crecer a sus nietos. O no.