Moratín en la ducal Pastrana
De la estancia de Leandro Fernández de Moratín en Pastrana nos queda su casa.
ace unos días me llamaron desde las oficinas de la Diputación Provincial, diciendo que habían recibido el mensaje de alguna persona interesada por saber algo de la estancia en Pastrana del insigne autor del XIX don Leandro Fernández de Moratín. Enseguida me acordé de don Paco Cortijo, médico y alcalde de Pastrana durante los años en los que viví en la Villa Ducal, recordado amigo, que falleció sin haber dejado escrita una buena parte de lo mucho que él sabía relacionado con la vida y con la historia de su pueblo natal, asunto del que se ha escrito mucho, pero no demasiado, aunque sí lo suficiente como para conocer, al menos, que su padre, don Nicolás Fernández de Moratín, era hijo de mujer pastranera, doña Inés González Cordón, de ahí que adquiriese como propia una casa, hasta entonces propiedad de la Iglesia, en la que su hijo don Leandro solía pasar algunas temporadas, y a la que se retiró a descansar tras su vida agitada, como implicado que fue en la guerra contra los franceses.
Por decisión de su padre, don Leandro no tuvo estudios universitarios, pero sí una importante formación autodidacta debido a su relación con lo más granado de los autores de su tiempo, que junto a su padre formaron la élite del rey Carlos III. De muy joven comenzó a trabajar en Madrid, su ciudad natal, como oficial de una joyería. A pesar de todo, con su hacer literario mereció alcanzar el más alto nivel entre los autores de su tiempo.
De la estancia de Leandro Fernández de Moratín en Pastrana nos queda su casa, una buena parte de su producción literaria, de ella la que pudiéramos considerar su obra cumbre: “El sí de las niñas”, y probablemente también “La Mojigata” y “La Comedia nueva o El Café”, crítica ésta de las obras y de los autores de teatro de su tiempo”.
Termino con la copia literal del fragmento de una carta que Moratín escribió desde Pastrana a doña Paquita Muñoz, en el verano de 1808, y que dice así “Por el día estoy encerrado, exceptuando una horilla que paso en la huerta por la mañana, de siete a ocho; pero antes de anochecer nos vamos a aquellas eras altas que hay antes de la Cruz de Miranda, y hacemos tertulia Beteta, el boticario, el señor corregidor y algún clerigo, y estamos viendo aventar y cerner el trigo, que lo hacen a la luz de la luna, mediante un vientecillo que corre, tan agradable y tan fresco que me hace acordar muchísimo del calor y la calma sofocante que se experimenta en Madrid por las noches de este bendito mes, que si yo pudiera quitarle del calendario, lo haría de bonísima gana”.