Músico prodigioso

11/06/2023 - 13:47 José Serrano Belinchón

Hoy traigo a conocimiento del lector, lo que puede ser la pincelada biográfica del alcarreño Melchor López Jiménez, eminente compositor clásico, nacido en la villa alcarreña de Hueva el 19 de enero de 1759.

La provincia de Guadalajara, como pedazo de las tierras de Castilla, es un pozo importante de viejos saberes, donde conviene entrar con cierta frecuencia, vivirla en su esencia y antigüedad de siglos, donde uno se puede encontrar con noticias desconocidas, olvidadas en mejor de los casos, con realidades de otro tiempo, pueden tomar parte del libo de su historia: páginas memorables de su pasado, y lo que es mejor, detalles biográfico de personajes del pasado de los que nadie se acuerda. Hoy traigo a conocimiento del lector, lo que puede ser la pincelada biográfica de uno de ellos: el alcarreño Melchor López Jiménez, eminente compositor clásico, nacido en la villa alcarreña de Hueva el 19 de enero de 1759.

            De él sabemos que, siendo joven, fue alumno en Madrid del maestro José Lidón, uno de los más famosos compositores de su época. En su formación influyó con fuerza el italianismo de la corte madrileña, dominada por compositores de la talla de Boccherini o de Brunetti, y de la obra de Josep Haydin, autor por el que Melchor López sentía especial admiración. En 1784 fue elegido maestro de capilla de la catedral de Santiago, donde permaneció durante treinta y ocho años, hasta su muerte, acaecida el 19 de agosto de 1822. Su inmensa producción, en torno a las 600 composiciones, incluye villancicos, misas, salmos, lamentaciones, motetes, arias; obras todas ellas que revelan un cuidado extremo por la forma y el detalle, en que muestran su progresión estética desde un inicial estilo barroco, a unas formas clásicas gusto de Haydin. Su obra maestra fue un “Requiem”, que durante mucho tiempo se interpretó en todos los funerales solemnes de la catedral de Santiago. Ese réquiem, o misa solemne de difuntos para solista, doble coro y orquesta, compuesto en 1799, bajo el lema “Beati mortui qui in Domino moriuntur” (bienaventurados los que mueren en el Señor), recuerda los mejores momentos de la música sacra, no sólo de su admirado Haydn, sino del propio Mozart. Es igualmente meritorio su “Oratorio al Santísimo Sacramento”, y los villancicos gallegos titulados “A nosa gaita” y “Da Ulla a meu cabo veno”. Sus restos mortales descansan en el claustro de la catedral compostelana.