Ana de Mendoza en el recuerdo
El enterramiento de los duques de Pastrana y de sus descendientes más directos se distribuye en dos pasillos en forma de cruz.
Cuantos no serían los desatinos, los desequilibrios de su conducta en vida, que la historia de cinco siglos no ha conseguido acabar con la mordaz cadena de improperios que dejó como herencia la Leyenda Negra. Solo el frío de la piedra que contiene sus huesos, da la sensación de una calma eterna. El panteón de los Duques de Pastrana, mandado construir por el arzobispo fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, para su propio enterramiento y el de sus padres, queda en un subterráneo, al pie mismo del altar mayor y del magnífico retablo de Matías Jimeno, que preside la nave central de la Colegiata.
Siempre que uno baja hasta las tumbas por las pinas escaleras del panteón, siente en su ánimo al tiempo que en su piel, la fría impresión de los epitafios, de las laudas inamovibles, del silencio de siglos en tanto señorío, precisamente allí, donde la muerte o cancela todo. El enterramiento de los Duques de Pastrana y de sus descendientes más directos, se distribuye en dos pasillos en forma de cruz. En ambos lados se acomodan las urnas mortuorias y los sarcófagos que guardan los restos de aquella distinguida rama de los Mendozas. También los huesos en revoltillo se pudieron recoger en el convento de San Francisco de Guadalajara, tras el saqueo por los franceses cuando la Guerra de la Independencia; lo que quiere decir que tal vez anden por allí, perdidas entre otras, sin poder precisar cuáles son, las reliquias de don Íñigo, el autor de las famosas “Serranillas”. En uno de los terminales hay un sencillo altar con un Cristo y seis candelabros de latón, donde es fácil suponer que en otros tiempos se celebrarían exequias por las almas de cuantos en aquel silencioso lugar esperan el día de la Resurrección.
Las tumbas de doña Ana de Mendoza, Princesa de Éboli, de su esposo Ruy Gómez de Silva, y del hijo de ambos, el que fuera obispo de Sigüenza primero y arzobispo de Granada después, fray Pedro González de Mendoza, están colocadas al final del pasillo que hace como de pie de cruz. Son tumbas de trazado renacentista, severas y elegantes, con la simple leyenda del “Aquí yace…” para testificar la autenticidad de los despojos que en su interior contienen y recordar la fecha en qla que sucedió el deceso de cada uno de ellos.. La piedra de alguna de ellas hace tiempo que comenzó a enfermar. Resulta inevitable echar un vistazo fugaz al pasado, cuando se tiene delante de los ojos la extrema quietud de la tumba de doña Ana, un carácter de mujer la mar de complicado, que en vida se llegó a acrecentar tras la muerte de su marido, bastantes años en edad mayor que ella.