Auschwitz

01/02/2020 - 13:11 José Serrano Belinchón

Hace ocho o diez años estuve allí y de alguna manera soy testigo de lo que aquello fue.

En el momento mismo de situarme delante del ordenador para cumplir con mi compromiso semanal con el periódico, me parece haber escuchado en el pequeño transistor que tengo sobre la mesa, la noticia de que hoy se cumplen setenta y cinco años de la liberación de los pocos que pudieron salir con vida, judíos y gitanos casi todos ellos, mujeres, niños y ancianos entre tantos más, tras el masivo holocausto al que fueron sometidos en el campo de concentración de la ciudad polaca de Auschwitz, no lejos de Cracovia. Hasta un millón doscientos mil semejantes nuestros murieron allí, por la simple razón de pertenecer a una etnia o a una religión determinadas. Cuando escribo esto, la mano me tiembla, el corazón se oprime, porque no se trata de que me lo hayan contado o lo haya podido leer en cualquiera de los sitios donde pudiera estar escrito, y ya casi olvidado, no. Es que hace ocho o diez años estuve allí, y de alguna manera soy testigo de lo que aquello fue, a la vista de lo que todavía se conserva de unos años negros en la Historia de la Humanidad, prueba evidente de hasta donde es capaz de llegar la depravación humana.. Hubo varios de los excursionistas, sobre todo señoras, que no quisieron entrar y se quedaron en el autobús mientras duró la visita. El espectáculo para los ojos, para el corazón, y también para el recuerdo, es insuperable. En largos pasillos, resguardados y protegidos por fortísimas planchas de cristal transparente, quedan a la vista con absoluto detalle, tal cual eran, los miles de botes vacíos de gas mortífero, con el que cargaban el ambiente irrespirable y letal de los grandes salones para la ejecución masiva. En otros apartados y por similar sistema, se muestran al público millares y millares de gafas rotas y viejas de los ejecutados, de muletas y humildes bastones para caminar, de cestas de mimbre de aquella pobre gente, de vellones de cabellos humanos en decenas de metros cúbicos de volumen a través del cristal; y los camastros de madera, uno sobre otro, sin más de sesenta centímetros de separación, asidos a la pared; o celdas sin luz apenas, pequeñísimas, como la de san Maximiliano Colbe, el sacerdote que se ofreció para morir en lugar de un padre de cinco hijos, menores todos y con la madre enferma, cuya propuesta fue aceptada y cumplida, como uno de tantos en la cámara de gas. Allí quedan los hornos crematorios, emparejados, de dos en dos, con los que se deshacían de los cadáveres por el poder del fuego. No me lo han contado, lo he visto, y desde entonces creo en lo que antes no creía: que la maldad no tiene límites en la condición humana, que hasta ahí el hombre ha sido capaz de llegar, y siento vergüenza.