Boinas, gorras y sombreros

08/06/2021 - 18:03 Tomás Gismera Velasco

Desde que el mundo es mundo y el hombre se puso en pie, en unas ocasiones por motivos religiosos, en otras para luchar contra la clima- tología; algunas más para mostrar la clase social y otras no menos numerosas para ornar la estampa, el hombre se ha cubierto la cabeza con todo tipo de atavíos; desde las plu- mas de ave a las más ricas prendas, pasando por las pieles de los conejos o los corderos. Dejando, a través del tiempo, como en el vestir, reseña y muestra de costumbres.

Llevar en la actualidad la cabe- za cubierta con aquellas prendas formaría, en nuestro devocionario particular, parte de la indumentaria popular, o tradicional; a pesar de que no siempre fue así. Y tendríamos a la humilde gorra, o tradicional boina, como la prenda que define al campesino, en una confusión de ideas que igualmente nos llevaría a pensar que el sombrero perteneció al hombre de posibles y la mansa boina al de pueblo, sin más.

El pañuelo la cabeza

Habría que remontarse muchos siglos en el tiempo para ver cómo la prenda que el hombre llevó sobre su cabeza ha ido evolucionando; en la actualidad ha desaparecido prác- ticamente del vestir ordinario; del mismo modo que no entendería- mos que la boina, tal y como hoy la conocemos, mal llamada castellana o vasca y que no conoce fronteras, es invento reciente; si por reciente tenemos al siglo XIX.

También es cierto que la boina ha formado, por extensión, parte de la indumentaria tradicional masculina al menos desde finales de ese siglo XIX, cuando comenzó a desbancar al tradicional pañuelo que, heredero de costumbres ára- bes o moriscas, generalizado hasta bien avanzado el siglo XX, formó parte del diario vestir.

Baste echar una mirada a las imágenes más antiguas que se conservan de nuestros hombres, en traje de diario o fiesta, para verlos cubiertos por ese pañuelo, ya sencillo, ya lujoso en seda que, a modo de tocado, cubrió su ca- bellera. Baste echar una mirada igualmente a las formas de vestir de los primeros años del siglo XX, para encontrarnos a los hombros cubiertos por ese utensilio que, a más de cubrir la mollera podía servir para utilidades tan aparentes como la de “tapabocas”, o anudado al cuello o la frente, sostener el sudor en tiempo calurosos.

Mediado el siglo XIX los hom- bres usaban el pañuelo a la cabeza, a veces a modo de turbante, los de ma- yor porte, o anudados simplemente en sus cuatro esquinas cuando, de menor tamaño, trataba únicamente de cubrirse la cabeza y evitar el tan temido golpe de calor. También los colores variaban según los tiempos, a pesar de que casi siempre se usaron los oscuros, por sufridos, el negro o morado, mayoritariamente.

El uso del pañuelo a la cabeza también tenía otro cometido: reco- ger el pelo y cubrirlo del polvo en tiempos en los que la higiene tenía diferente significado al que hoy le damos.

El mundo por montera

Se alternaba el clásico pañuelo con la montera, más clásicamente utilizada por arrieros y pastores. Montera que cubría la cabeza y aún tapaba parte del cuello y las orejas, fabricada burdamente en pellejo, de cordero, cabrito, conejo o liebre. Desterrada por la boina, que no siempre fue negra, ya que las más clásicas fueron la parda, azul y encarnada. Hasta que llegó la negra.

Tiempos hubo en los que la boi- na se convirtió en prensa imprescin- dible para niños, mozos y hombres siendo símbolo de distinción en el

vestuario castellano. No era, como erróneamente se piensa, cosa de gentes de poca monta. Sino de mu- cho copete. Boina que desbancó al pañuelo, que se quedó en una parte de Aragón y, por cercanía, en nues- tros pueblos serranos más cercanos a las rayas limítrofes provinciales de Soria y Zaragoza, compartiendo espacio, durante más de cien años, con la visera, la gorra más lujosa a la que se añadió ese saliente que evitó la luz directa a los ojos. Visera que podía ser de la misma tela, badana, que el resto de la prenda, o más llamativa, de charol.

Todo un tratado se podría des- cubrir en torno al vestuario tra- dicional, y en concreto a la poco estudiada prenda de cabeza, todavía por explorar, y eso que Nieves de Hoyos, junto a su padre, y algunos folcloristas más, han tratado de aportar su granito de arena.

La montera, antes de que la usa- sen los toreros ya la usaban nuestros

antepasados, ante todo por la Serra- nía de Guadalajara, tierra fría. Pues teniéndolo todo, orejeras, visera y tapabocas, era lo justo, para comar- cas de hielo y nieve. La usaban por las zonas serranas y, lógicamente, había muchos modelos, desde el de fiesta, al más tradicional de los pas- tores, habitualmente confeccionada por ellos mismos.

Un sombrero calañés y el castoreño

Entre la montera y la boina se en- contraba el elegante sombrero cas- toreño, reservado para los grandes acontecimientos. Bodas, bautizos e incluso funerales, entre otros. El sombrero de ala ancha que hoy conocemos es una adaptación de lo que hemos visto a la cabeza de nuestros mayores. Por la parte de la Guadalajara que raya con Aragón y Castilla la Vieja se usó el sombrero de tipo calañés, procedente de la localidad de Calañas, en Huelva, 

que hicieron popular los bandoleros de Sierra Morena, y se quedó a vivir entre nosotros. Fueron muchos los modelos, dependiendo de la comarca, que se conocieron de este elegante sombrero: con borlas, vueltas o terciopelos, de copa alta y de copa baja, entre otros.

Tandepostíneraelcalañésque, si echamos una mirada a la página negra de los sucesos provinciales, encontraremos que buen número de los que se cometieron en nues- tros pueblos por los años medios del siglo XIX e inicios del XX, a manos de supuestos señoritos, chalanes y presumidos de todo pelo, en la mayoría de los casos aquellos llevaban a la cabeza el sombrero calañés, y bajo él, su pa- ñuelo correspondiente. Sombrero calañés que pasó a la historia, en numerosos de nuestros pueblos, desbancado por el ya señalado sombrero castoreño de ala ancha que nos llegó desde Segovia, para servir a modo de quitasol cuando los arrieros iban de un lugar a otro a través de nuestros andariegos caminos, hasta devenir en el más que elegante sombrero de domin- go, como hoy podríamos definir al de fieltro, usado con capa, otro de nuestros aparejos habituales cuyo capotillo servía, igualmente, de cu- brecabezas para el frío, supliendo a la clásica anguarina. Hasta que aparecieron los conocidos de paja, en principio de uso temporal, que irían evolucionando, modernizán- dose y adaptándose a las modas más o menos impuestas, con sus pom- pas y adornos correspondientes.

Y el sombrero Mazzantini

Fue don Luis Mazzantini y Eguía uno de los toreros más conocidos de los años finales del siglo XIX; en la provincia de Guadalajara saltó por vez primera a los ruedos en la plaza Mayor de Jadraque, en los festejos patronales de 1880 y, según contaba, tuvo que alquilar el traje de torear porque no había para más. Puede que por ello, enriquecido y metido en política usó, como pren- da de distinción un gran sombrero al que se puso su nombre: “sombrero Mazzantini”, que no tardó en crear moda entre la alta clase social gua- dalajareña; el ex torero, convertido en Gobernador civil de la provincia parece que tomó el modelo del que habitualmente utilizó don Ignacio de Figueroa y Mendieta, vizconde de Irueste y marqués de Villamejor, quien no salía de palacio sin su sombrero de copa, pues tal era el “Mazzantini”.

La moda, o costumbre, de cu- brirse la cabeza, comenzó a perderse por la década de 1920/30 en las principales capitales de España y el dejar de cubrirse la cabeza generó una auténtica ruina económica, en las gorrerías, sombrererías e indus- trias afines. Hasta que llegó la publi- cidad y nuevamente la gorra regresó a las cabezas. Como regresó la mitra a muchos de nuestros danzantes, cuando las fiestas antaño olvidadas fueron recuperándose, o adaptán- dose a tiempos más modernos.

Por cierto que la boina, esa que señaló a los campesinos fue, en algu- nos pueblos y regiones, y ha vuelto a ser en la Serranía, el distintivo con el que se premió y premia a los cam- peones o personajes destacados, del pueblo y su cultura, sustituyendo a la griega corona de laurel.

Sin duda, la mayoría de aquellas prendas son hoy, como tantas cosas más, piezas de museo.