Catalina de Lancaster, reina y señora de Atienza
Escribe María Teresa Álvarez, quizá la mejor biógrafa de la reina Catalina de Lancaster, que nunca se sabrá si fue la herencia genética materna o paterna la que la llevó a estar siempre convencida de haber nacido para recuperar la Corona de Castilla, que fue arrebatada a la familia de su madre, para añadirnos que desde muy niña fue consciente de que un día habría de desempeñar tan importante misión. La misión, claro está, era llegar al trono castellano y devolver a la familia materna lo que, en su idea, a ella pertenecía.
Catalina nació en Hertford, una localidad del condado de Hertfordshire, en Inglaterra, el 31 de marzo de 1373, hija de Juan de Gante, duque de Lancaster e hijo del rey Eduardo III de Inglaterra, y de Constanza, hija a su vez del rey Pedro I de Castilla, aquel a quien su hermano Enrique apuñalaba mientras Beltrán Duguesclín cuentan que decía aquello de: ni quito ni pongo rey…
Así pues, nos recuerda María Teresa Álvarez, Catalina pertenecía a las dinastías de Borgoña y Plantagenet, quizá las más representativas de la Europa de aquellos remotos siglos.
Siempre supo que su abuelo el rey Pedro I había sido asesinado para de aquella manera serle arrebatado el trono, e igualmente conoció que su madre hubo de exiliarse a la muerte del rey para salvar la vida lo que todo unido la llevó a engendrar una especie de odio a muerte contra aquella dinastía que mediante el asesinato se alzó con el trono de Castilla y los reinos a Castilla unidos, sin por ello dejar de lado una cuestión que se mantendría antes y después de su llegada a la Península, el problema dinástico:
Catalina asumió el odio de su familia a los Trastamara y esperó confiada, presintiendo que en ella se personificaría la solución al problema dinástico que aún enfrentaba a muchos castellanos. El momento llegó en 1386.
No era aquel un buen año para Castilla. Su rey, Juan I, hijo de Enrique de Trastamara, había sido derrotado por los portugueses en Aljubarrota. La Aljubarrota que hizo héroe a nuestro don Pedro Hurtado de Mendoza con aquello de… si el caballo vos han muerto…
Juan I hubo de hacer frente, además, al ataque del duque de Lancaster quien desde Portugal penetró en Galicia con ánimos de arrebatarle el trono. La disputa finalizó con el Tratado de Bayona, en julio de 1388. En él los duques de Lancaster renunciarían a todos sus derechos a la Corona castellana a cambio de que la hija de los duques, Catalina, contrajese nupcias con el heredero al trono castellano, Enrique, el hijo de Juan I. De esta forma se unían definitivamente las dos ramas que litigaban por la corona, la legítima y la bastarda, descendientes ambas de Alfonso XI. También en este acuerdo se decidió la creación de un nuevo título para los herederos al trono de Castilla.
Catalina de Lancaster,
Señora de Atienza
El título no era otro que el de “Príncipes de Asturias”. Y entre aquellos tratos prematrimoniales Catalina recibía como arras de matrimonio el extenso Señorío real de Atienza que, casualidades del destino, ostentó antes que ella el infame Beltrán Claquín, o Duglesclín, el que ayudó a que su abuelo perdiese el trono, y la vida.
Además del extenso y entonces rico Señorío de Atienza, se la entregaban los de Guadalajara, Olmedo y Medina del Campo, entre otras prebendas, villas y ciudades.
Los herederos fueron jurados como Príncipes de Asturias tras su boda en la catedral de Palencia, en el mes de septiembre de aquel año de 1388 en el que Catalina continuaba siendo una niña de apenas 15 años de edad, pero ya con capacidad de decidir; hermosa, alta, y bien dispuesta en el talle y gallardía en el cuerpo, tras haber llevado a cabo un viaje a través de las siempre peligrosas y belicosas tierras de Francia que la llevaron a la también siempre árida Castilla, ante todo árida en aquellos meses de calores sofocantes cuando desde la frontera llegó a la antigua e histórica ciudad castellana.
Justo es decir que el príncipe, su marido, era todavía mucho más joven que la princesa, puesto que no había cumplido los doce años de edad. Aunque aquella ceremonia de Palencia no era sino el preámbulo al matrimonio oficial celebrado en Madrid en 1393 alcanzada la edad en la que el rey asumió el reino y celebró sus primeras cortes, de las que salieron algunos reconocimientos y nombradías para la villa de Atienza que todavía se conservan en los archivos.
Catalina, en tanto, comenzó a conocer sus señoríos, y conoció el de Atienza. No cabe la menor duda de que se sintió atraída por la magnífica fortaleza que le fue entregada, nada que ver con el aspecto con el que hoy se nos presenta, así como por lo rumboso de una población en crecimiento, a la que como antes hicieron otros señores en otros lugares, decidió engrandecer de una de las maneras que entonces resultaban más prácticas para alcanzar la gloria eterna: levantando un monasterio, convento o iglesia que la acercase a la divinidad.
De aquella manera, por aquellos tiempos y de la mano de tan magnífica señora, comenzó la grandiosa obra de la construcción, prácticamente de nueva planta, de lo que habría de ser, aunque no lo fue, grandioso convento de San Francisco de la Inmaculada Concepción. Pobremente alzado cien años antes.
Canteros y oficiales comenzaron a labrar piedra en la década de 1390 para levantar la iglesia del cenobio, dando pie a una de las mejores muestras del gótico inglés, o normando, que se conoció en esta parte de Castilla, el grandioso ábside de San Francisco; los mismos canteros, o sus discípulos, se encargaron de labrar algunas otras muestras de este mismo arte normando, en las provincias de Cuenca y de Segovia. En Santa María de Nieva, por Segovia; y en Nuestra Señora de Atienza por la conquense de Huete.
Es probable, nunca lo sabremos, que la reina Catalina tuviese intenciones de levantar el convento para que en él se enclaustrasen damas de la alta nobleza, algo de lo que Atienza carecía entonces y careció después. De lo que no nos cabe la menor duda es que en Atienza dejó, aunque inacabada, la mejor muestra del arte que trajo desde su tierra natal.
Tampoco nos queda la menor duda de que mandó construir, al pie del ábside, la que debía sin duda ser magnífica cripta que albergó aquella reliquia que el tiempo ha ido engrandeciendo para la historia de Atienza, verdaderas o falsas tanto da, de las Espinas de la Corona de la Pasión, que allá se colocaron en los inicios del siglo XV, cuando ya la reina y señora de Atienza, con no pocos problemas de salud, su marido e hijos, comenzó a dejar a un lado sus deberes de Señora, para dejarse llevar por el río de la vida.
Fernán Pérez de Guzmán, cronista de aquellos tiempos, nos la retrata como enfermiza y algo tullida, alta, rubia, sonrosada…, e incluso dada a comer y beber en demasía; eso sí, llena de virtudes y generosa…
Murió en Valladolid, a los 45 años de edad, el 2 de junio de 1418, dejando inconclusas las obras de nuestro convento de San Francisco, salvo las conocidas del ábside, cuyos restos todavía, más de seiscientos años después de levantarse, nos hacen memoria de aquella gran mujer, que quiso hacer de Atienza, tal vez, un segundo Hertford, y nos vapulean con su ruina.
El señorío de Atienza lo dejó en manos de la corona de Castilla que pasó a su hijo, a Juan II, en primer lugar; a Isabel la Católica, después.
De lo que no nos cabe duda es que fue la única Señora de Atienza que dejó en la villa una obra para la posteridad de los siglos. Aunque los siglos la hayan terminado por descalabrar.
Quien fuera cronista provincial, Francisco Layna, se lamentaba en 1962, cuando Atienza recibió el honroso título de Monumento Nacional, que aquello no hubiese llegado unos años antes, porque de aquella manera no se habría cometido el disparate de adosarle una fábrica de harinas al honroso monumento, que, todo sea dicho, terminó con su nobleza.
El tiempo, que a veces, todo lo puede, incluso tratar de borrar la memoria de la historia.