Corona de amor y muerte de Paco Layna y Carmen Buero


Resulta significativo que cuando nuestra provincia está alcanzando máximos históricos de población, únicamente haya dos periódicos de venta en kiosco. A principios del siglo XX convivieron hasta una decena.

Del gran historiador e insigne cronista provincial que fue Francisco Layna Serrano es fundamentalmente conocida su amplia y notable obra publicada y referida a la historia y el arte de la provincia, destacando entre ella su monumental Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI,  Castillos de Guadalajara, Palacio del Infantado y La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara. De la vida de Layna se sabe bastante porque es un personaje contemporáneo, tuvo mucha presencia en los medios de comunicación provinciales, fundamentalmente los periódicos Nueva Alcarria y Flores y Abejas, e, incluso, hay una biografía escrita y publicada sobre él, titulada Francisco Layna Serrano. El Señor de los Castillos. Otra historia de Guadalajara, publicada en 2002 y de la que es autor Tomás Gismera Velasco. Entre la peripecia vital de este otorrinolaringólogo, nacido en Luzón en 1893 y criado en Ruguilla, devenido en un historiador total, hay un capítulo realmente excepcional y al que hoy vamos a dar cobertura que fue la trágica muerte de su esposa, Carmen Bueno Paz, en accidente de circulación cuando contaba 39 años de edad, un hecho dramático que marcó sobremanera el ánimo y los sentimientos futuros de Layna.

Carmen Bueno, huérfana desde niña y perteneciente a una familia acomodada de muleteros de Maranchón, y Francisco Layna se conocieron desde muy jóvenes pues las parentelas de ambos mantenían estrechos vínculos, viviendo un largo noviazgo de casi una década, propio de aquel tiempo, que culminó en boda el 19 de enero de 1918, cuando él tenía 25 años y ella 24. Los esponsales se celebraron en la madrileña iglesia del Carmen, fijando el matrimonio su residencia en la capital de España, primero en la calle Lagasca y después en Caballero de Gracia, compatibilizando el hogar familiar con la consulta médica de Layna. No tuvieron hijos, pero pese a ello siempre fue una pareja muy unida, hasta el punto de que ella no sólo le ayudaba en la consulta al tener conocimientos clínicos, sino que también hacía labores de secretaria al manejar mucho mejor que él la máquina de escribir; por otra parte, bastantes imágenes del archivo fotográfico de Layna fueron tomadas por Carmen. Cuando el después cronista provincial comenzó a finales de los años 20 a investigar, primero, y a publicar, después, no sólo obras de carácter médico, sino otras ya vinculadas con el patrimonio histórico-artístico provincial, su mujer era habitual compañera y colaboradora en el necesario trabajo de campo, hecho que aún unió más a la pareja al no solo compartir el hogar, sino también afición y vocación historiográficas. El gran sentimiento amoroso que Layna Serrano sentía por Carmen no se quedó en la esfera de la privacidad pues, tanto en dedicatorias de libros como en artículos publicados en prensa y en discursos públicos, especialmente tras su trágica muerte, lo dejó bien patente y proclamó a los cuatro vientos con ardorosas palabras, como después veremos.

Sabido es que el primer trabajo historiográfico publicado por Layna, en 1932, fue el dedicado al Monasterio cisterciense de Óvila que, un año antes, había sufrido el desmontaje piedra a piedra de su sala capitular, refectorio, dormitorio de novicios, portada y partes del claustro y de la iglesia para ser trasladado todo el material a Estados Unidos. Allí, en el estado de California, el multimillonario americano William R. Hearst, que había comprado el monasterio alcarreño por un puñado de dólares -85.000 exactamente-, poseía una finca en la que se había propuesto construir un castillo con lo desmontado en Óvila y otros edificios históricos europeos para sustituir al gran palacio heredado de su madre, quemado en 1915. Hearst, el “Ciudadano Kane” en el que Orson Welles se inspiró para la extraordinaria película así titulada, se cruzó dos veces y de manera decisiva en la vida de Layna: la primera, de forma directa, cuando el expolio que perpetró en Óvila motivó que el médico alcarreño escribiera y publicara su inicial obra historiográfica, no abandonando ya el camino con ella inaugurado, y la segunda, de forma indirecta, cuando un camión de Trillo, de la empresa Bachiller, que había participado en el traslado del material desmontado en Óvila estuvo involucrado en el accidente de tráfico que costó la vida a su mujer el 12 de octubre de 1933. En ese día del Pilar, Francisco y Carmen se desplazaban en coche desde Madrid a Guadalajara para recoger unas fotografías con las que ilustrar unas conferencias que él debía impartir en Madrid sobre el patrimonio provincial. Gismera, en la biografía antes cotada, incluso apunta que Layna había quedado ese día festivo en recoger el material fotográfico en casa de Tomás Camarillo para después compartir ambos matrimonios una jornada de asueto en Cogolludo. 

Layna Serrano ante la sepultura de su esposa un año después de morir.

Aunque hay distintas versiones sobre cómo ocurrió el accidente que causó la muerte de Carmen Bueno, me voy a ceñir al relato que el propio historiador escribió en la dedicatoria del libro La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara, fechada el 12 de octubre de 1934, exactamente un año después del siniestro. Esta versión difiere en algunos aspectos de la que el periódico Flores y Abejas recoge en su número de 15 de octubre de 1933 tras recabar información nada más ocurrir el accidente y cuando aún las circunstancias eran muy confusas. Según Layna, en el viaje que realizaban él y su mujer de Madrid a Guadalajara aquel día del Pilar de 1933, el historiador condujo hasta San Fernando de Henares el automóvil en el que viajaban -un pequeño Nash azulado con matrícula M-30290-, y, desde allí, fue ella quien se puso al volante; ese coche, de hecho, lo habían adquirido fundamentalmente para ser utilizado por la mujer. Cerca ya de Guadalajara, a la altura de la finca de “La Azeña”, un volantazo, tras varios zigzags, casi provoca un vuelco del auto y la salida de la carretera. Una vez controlado el vehículo, el matrimonio se detiene en la cuneta para reponerse del susto, felicitándose por no haber pasado el incidente a mayores. En ese instante, el camión de Trillo antes referido arrolló el vehículo de los Layna estacionado junto a la cuneta. Él salió despedido y resultó herido menos grave en la cabeza y el ojo izquierdo, derramando sangre de manera profusa, pero la peor parada fue su mujer que hubo de ser rescatada entre los amasijos de la carrocería en los que había quedado atrapada. Ayudaron a ello los propios ocupantes del camión que intervino en el siniestro. Mortalmente herida, las primeras atenciones que recibió Carmen en el lugar del accidente se produjeron tras ser acostada sobre un colchón traído desde una cercana caseta de peones camilleros. El mismo Layna, pese a estar herido, atendió a su mujer dada su condición de médico. Avisado el gobierno civil del grave accidente -el primero mortal del que hay constancia en esta carretera-, ordenó que una ambulancia de la Brigada Sanitaria se desplazara inmediatamente a recoger a los heridos, siendo ambos trasladados al Hospital Provincial. Fueron seis los doctores que intentaron reanimar a Carmen, entre ellos don Pedro Sanz Vázquez, pero todo su esfuerzo resultó inútil, falleciendo mientras era atendida. Layna, que llegó a perder el conocimiento en algunos instantes, fue curado en quirófano de sus heridas y quedó ingresado en el Hospital, pero sin revestir especial gravedad su estado, si bien le supuso un durísimo impacto emocional conocer la muerte de su esposa. Fue enterrada al día siguiente en el cementerio de Guadalajara, a cuya ceremonia él no pudo asistir al permanecer aún ingresado. En su sepultura, que desde mayo de 1971 comparten ambos tras fallecer Layna, éste ordenó grabar un hermoso epitafio: “Laborando por enaltecer la Alcarria halló esta dama la muerte. ¡Orad por su alma!”. Bajo el frío mármol gris en el que están grabadas tan cálidas palabras, ese epitafio habla de ella, al tiempo que lo hace de él en un lenguaje inclusivo no forzado.

Francisco Layna y Carmen Bueno vivieron su propia historia de amor y muerte, como la de la corona de la obra teatral de Alejandro Casona que habla de los amores de doña Inés de Castro y el Infante don Pedro. Como hemos anticipado, el eminente cronista provincial, hombre serio, reservado y circunspecto donde los hubiera, no quiso guardar para su intimidad su profundo amor por Carmen, aventándolo públicamente en numerosas ocasiones tras su muerte, como en la dedicatoria de la obra sobre el románico antes aludida. En ella, Layna hace esta excelsa declaración de amor: “¡Carmen mía! Con el mismo fervor que si vivieras, te dedico este libro; con el mismo fervor que mis pensamientos a toda hora y estas lágrimas que velan mis ojos impidiéndome escribir; con el mismo con que te consagré mi vida (aunque me equivocara en cuanto al modo), porque mi lema si no era como el tuyo – “Dios y tú”, parafraseando el “Dios e vos” que el primer Marqués de Santillana utilizaba como mote en los torneos- pues andaba menos en habituales diálogos con la Divinidad, bien sabes que se cifraba en tu nombre; te dedico este libro con el mismo fervor que siempre sentí por ti; con el que seguirá recordándote mientras viva, tu Paco”.