De mi último viaje a Motos
Es muy posible que hayan pasado más de veinte años desde la última vez que anduve por allí.
Es muy posible que hayan pasado más de veinte años desde la última vez que anduve por allí. Me refiero a Motos, a un pueblecito del bajo Señorío Molinés conocido principalmente por la aventura de su famoso “Caballero”, don Beltrán de Oreja de nombre, natural de Hita, del que se cuenta en su fatídico historial el haber dedicado su vida al pillaje, levantó su propio castillo, y hasta montó su personal ejército con todos los desalmados, rufianes y maleantes, que pudo reclutar por aquellos contornos. Sembró el pánico más atroz por toda la comarca molinesa en la que vivió, imponiendo su ley con malas artes hasta enriquecerse, a costa de los honrados pobladores de aquella serrezuela. Muchas de las casas fuertes todavía en pie por aquellos pueblos, dicen que se construyeron para protegerse de la garra insaciable y cruel de tan ilustre personaje, quien con el apelativo de Álvaro de Hita, impuesto por él mismo para burlarse de la ley, pasó a la historia, luego a la leyenda, y después al olvido. Su castillo, para que de él no quedase la más mínima señal, fue mandado destruir por los Reyes Católicos.
Buscando el lugar preciso en el que se alzó en su día la mítica fortaleza, recuerdo haber escalado ladera arriba desde la barbacana de la iglesia, el leve altozano que el pueblo tiene en sus orillas. Kilómetros de campos de labor en todo el entorno, vegas fértiles, páramos inhóspitos, laderas de pinar en la distancia, fue todo un regalo para los ojos. Hacia el mediodía asoma la extensa pinada del Tremedal; las fecundas vegas del Rubial y de Santa María, los llanos de mies de los que vivió el pueblo más al norte. Y al pie del altillo el pueblo de Motos en imagen completa, con sus tres pequeños barrios al descubierto, sus plazuelas chiquitas, sus calles cortas. Sube hasta donde yo estoy el ruido de los tractores que bregan en la besana, el canto de los gallos, el ladrar de los perros, el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas que pastan en el llano, y en la mente del viajero un esfuerzo más para reconstruir, sobre el leve altiplano donde el Caballero instaló su fortaleza hace más de quinientos años sobre tierra y roca, y que ahora pisan sus pies, Olimpo de paz sobre serrezuelas y páramos, con el pueblo de Motos a la caída, pequeño paraíso de orden y de sosiego. A mi altura, recibe todos los vientos del páramo la ermita de San Fabián y San Sebastián, según reza escrito en un azulejo junto a la puerta.