Del Lyceum Club a Tendilla (I)


Carmen Baroja se quejaba de las limitaciones a las que como fémina tenía que enfrentarse, incluso de la escasa valoración que sus actividades creativas suscitaba en su familia, no obstante, pilar que la sostuvo.

En un mundo en el que predomina la narrativa audiovisual por encima de cualquier otro formato, los relatos de épocas pasadas, en los que la realidad se comprehendía a través de la palabra, resultan sumamente gratos y enriquecedores.

Hace un mes que «viajamos» a la Pastrana de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX con Leandro Fernández de Moratín, que además de El sí de las niñas (el cual nos sirvió para disertar sobre los matrimonios forzados y otras formas de la violencia de género, así como de la terrible situación en la que hemos dejado a las mujeres afganas), nos legó unas atractivas memorias sobre el medio rural de entonces.

Más de cien años después de las vivencias del ilustrado Moratín, una mujer extraordinariamente talentosa nos contó de la siguiente manera su avistamiento de la villa ducal: 

Hemos dejado Guadalajara y marchamos por entre unos cerros alcarreños de color gris llenos de carrascas y monte bajo, vamos acercándonos a las cuencas del Tajo.

A poco, se ve a lo lejos, al pie de una meseta, un lugarón enorme rodeado de pequeños huertos bien arbolados y con un cinturón de ruinas que en otras épocas fueron sin duda las recias murallas que defendían la población de Pastrana.

Estos párrafos forman parte del artículo «Un lugarón castellano», escrito en 1945 por la inigualable Carmen Baroja Nessi. De su mano podemos retroceder en el tiempo quince lustros, pero también escuchar de su boca, o leer de su pluma, el cómo y el porqué de las difíciles relaciones de mi paisana, la cifontina Ana de Mendoza de la Cerda (la inteligente, bella e intrigante princesa de Éboli), con Teresa de Jesús.

Pie foto: Familia Baroja veraneando en Bera de Bidasoa (Carmen Baroja es la segunda por la izquierda). 1933

Baroja evoca con emoción el camino polvoriento por el que la santa de Ávila abandonaba contenta y alegre Pastrana, del mismo modo que ella lo hacía para dirigirse a otra localidad visitada por Cela en el Viaje a la Alcarria, Tendilla. Por cierto, que el premio Nobel indicó que allí Pío Baroja tenía un olivar, mientras que Julio Caro Baroja, en su obra Los Baroja, afirmó que su tío nunca pisó el pueblo.

Quizá se deba a que la figura de Carmen Baroja, como la de tantas mujeres, quedó invisibilizada por las de los varones de su familia, fuesen los hermanos o su propio marido, quien no veía con buenos ojos la participación de su esposa en espacios decididamente feministas, como el Lyceum Club madrileño. Ella misma se quejaba de las limitaciones a las que como fémina tenía que enfrentarse, siempre en un papel subalterno, incluso de la escasa valoración que sus actividades creativas suscitaba en su propia familia, que, no obstante, fue el pilar que la sostuvo.

Julio Caro Baroja, en la obra antes mencionada, revela la gran afición de su madre por la agricultura y el vínculo que sentía con la tierra. Así, en 1947, Carmen compró una casa y unas tierras a una viuda de Tendilla, el pueblo de procedencia de Ángela, la muchacha de servicio por la que nuestra protagonista sentía un sincero cariño.

La idea era invertir los ahorros familiares, que estaban en unos veinte mil duros, con la intención de sortear las miserias del estraperlo que todavía se sufrían en Madrid. Las tierras, que costaron alrededor de sesenta mil pesetas, consistían en «20 yuntas de olivar aparejadas en 17 pedazos, con 60 árboles en cada yunta (es decir, 1.200); 57 fanegas de secano en 37 pedazos; siete fanegas de regadío en ocho pedazos y un trozo por el que mi madre tenía predilección especial, que se llama el haza de Santa Lucía».

Se trataba de una propiedad respetable a la que, como ya se ha señalado, había que unir la casa, que fue adquirida por diecinueve mil pesetas. Se hallaba en la carretera saliendo hacia Sacedón y era conocida por las personas del lugar como el parador del tío Ruperto, si bien sus nuevos habitantes no llegaron a saber quién fue tal señor.

La vivienda se dividió en dos partes, una para Carmen Baroja y su parentela y otra en la que residía la familia de Ángela. El padre de la susodicha se llamaba Pablo y con él se había trasladado a vivir un primo de Yélamos (no puedo precisar si de arriba o de abajo), el tío Santiago, prolífico en el uso de refranes y dichos arcaicos y al que Caro Baroja describe como la «quintaesencia de labriego castellano, el lugar común de la sensatez hecho carne».

Así, a la hacienda y a Tendilla -pueblo que les parecía pintoresco, aunque triste- acudían de vez en cuando. Los primeros años cogían en Madrid un autobús en el que «las apreturas, las discusiones, las broncas, los mareos no faltaban como es de suponer y creo que durante la década del 40 al 50 la gente estaba más irritada que después», pero tal era la ilusión que Carmen Baroja ponía en estos viajes, que los hijos acababan animándose a pesar de las incomodidades.

Me quedo sin líneas para hablar algo más de la contribución de Carmen Baroja Nessi al Lyceum Club, esa asociación moderna y desafiante con el orden político y social que excluía a las mujeres de la ciudadanía. Si gustan, les emplazo a la segunda parte.