Diario de una guerra
Resulta sorprendente que millones de años después, el ser humano sigue justificando matar y no precisamente por comer.
Una idea nunca puede justificar una vida aunque ésta se puede sacrificar para defender aquélla. Las guerras son el retorno a nuestro más primitivo instinto, cuando el ser anterior al australopithecus ni había desarrollado la inteligencia, al menos la más básica y la entendida por nosotros. De ahí que el concepto matar moralmente no estaba etiquetado, sino legitimado animalmente por y para alimentarse.
Resulta sorprendente que millones de años después, el ser humano sigue justificando matar y no precisamente por comer. Si la inteligencia desarrollada nos ha llevado a estar cerca de descubrir la energía limpia e ilimitada, nos ha permitido erradicar las principales enfermedades, a comunicarnos casi presencialmente aunque estemos a miles de kilómetros de distancia o prevenir el tiempo gracias a los satélites enviados al espacio, cómo es posible que nos sigamos matando.
Hablo de las muertes “políticas”, las ocasionadas como consecuencia de disputas internacionales o nacionales, las abanderadas por el fanatismo o por la religión, por las fronteras o las ideologías. Margino las que resultan de la estulticia del individuo, de la ira, la envidia, los celos o la venganza, las considero trastornos de la personas llevadas al límite y no todas exentas de la perversidad.
De vez en cuando me hundo en el sofá contemplando documentales de conflictos bélicos. Los últimos que más nos afectan son los de nuestra propia guerra civil o la segunda mundial. Resulta estremecedor, viendo los antiguos celuloides, pensar en tantas vidas perdidas, tantas familias destrozadas, tantas viudas y huérfanos, tantos proyectos truncados. Y tanto frío, tanto dolor, tanta hambre. No creo que sea tan complicado prever racionalmente las consecuencias de una guerra, pero, al parecer, sí es inevitable detener lo irracional.
Guerras las ha habido siempre y siguen existiendo en muchas zonas de nuestro planeta, por más que las que nos afectan sólo son las que estallan en nuestro entorno. Ahora se asoma de nuevo la amenaza del oso soviético, en su día despojado de buena parte de sus dominios.
No es un dsparate pensar que algo de razón lleva, por más que la amenaza de una invasión de un país limítrofe como es Ucrania, resulta del todo inaceptable. Al fin y al cabo fue despojado de la grandeza de un imperio, como el soviético, contrastando la pérdida de buena parte de sus cómplices satélites.
Pero ya es tarde para renegar del nuevo tablero una vez caído el muro de Berlín. De los antiguos países que en su día formaron parte de la Unión Soviética, reniegan ahora de ella. Y la madre Rusia ve con resignación el sin retorno del hijo pródigo. Volvemos a vibrar con los hielos de los nacionalismos, aquellos que en el pasado fueron el percutor del gran disparo. Con el destino fatal de otra vida. Sin duda repuesta con el nacimiento de una nueva criatura.
Pero a qué precio.