El debate de las armas termina 10 años después de Columbine
01/10/2010 - 09:45
Por: EUROPA PRESS
El lunes 20 de abril de 1999, los estudiantes Eric Harris y Dylan Klebold irrumpían en el Instituto Columbine de Littleton (Colorado) armados hasta los dientes: dos escopetas recortadas, una carabina semiautomática de 9mm., y una subametralladora TEC-9. En 49 minutos, acabaron con la vida de 12 estudiantes, un profesor y, finalmente, con la suya propia.
Columbine no es la primera masacre en una institución educativa de la que se tiene constancia. Tampoco sería la última, ni la más sangrienta --sin ir más lejos, Cho Seung Hui asesinó en 2007 a 32 personas en el Tecnológico de Virginia-- pero fue la primera masacre de la nueva era de la comunicación, la primera situación con rehenes de la época de los teléfonos móviles, y la primera que gozó de una amplia y exhaustiva cobertura minuto a minuto por los medios.
La masacre de Columbine fue el núcleo temático del documental más conocido de los últimos 50 años, Bowling for Columbine, de Michael Moore, y fue reproducida en el ámbito de la ficción, con mayor o menor fidelidad pero con indudable impacto, por el cineasta Gus Van Sant en Elephant. Se convirtió en el lamentable estándar por el que serían medidas el resto de masacres que vendrían a continuación.
La tragedia de Littleton terminó por insertarse en el subconsciente colectivo de los norteamericanos y sirvió para que público y legisladores se enzarzaran en un debate político sobre el control de las armas en Estados Unidos, y la posesión de un arma de fuego como derecho estipulado en la Segunda Enmienda de la Constitución estadounidense. Pero también porque los asesinos conocían a sus víctimas, habían comido con ellas, estudiado con ellas y porque en el fondo eran todos adolescentes en una sociedad del primer mundo y ese tipo de cosas no deberían pasar allí.
No eran empollones, ni descastados, ni frikis, apunta al magazine Time el periodista Dave Cullen, autor del libro Columbine, que se publica esta semana en Estados Unidos. El consenso general entre los psicólogos es que el extrovertido Harris escondía una gravísima tendencia psicópata que pasó desapercibida hasta el día de la masacre. Klebold, sin embargo, era un enorme muchacho inseguro de casi 1,90 que podría ser víctima de frecuentes ataques de depresión.
Harris era un homicida programado para matar, que tenía un diario personal llamado El Libro de Dios, y que escribía en una página web en la que abogaba constantemente por dañar y matar a tantos de esos cabrones (sus compañeros) como sea posible. Klebold es el caso más perturbador, escribe Cullen, porque en el fondo era el más parecido a nosotros. Si hay una lección aquí, hay que aprenderla de él: podía amar y odiar como el resto de las personas. Descartó ambas opciones.
Columbine destapó una ola de críticas generalizadas contra la normativa estadounidense que regula la posesión de armas y, concretamente, contra su principal organización defensora: la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y su por entonces máximo representante, el actor Charlton Heston. Hace ocho años, las encuestas revelaban que más de la mitad de la población, un 54 por ciento, se mostraba a favor de la inserción de una legislación más estricta. Hoy en día, el apoyo registra un mínimo histórico del 39 por ciento.
La masacre de Columbine fue el núcleo temático del documental más conocido de los últimos 50 años, Bowling for Columbine, de Michael Moore, y fue reproducida en el ámbito de la ficción, con mayor o menor fidelidad pero con indudable impacto, por el cineasta Gus Van Sant en Elephant. Se convirtió en el lamentable estándar por el que serían medidas el resto de masacres que vendrían a continuación.
La tragedia de Littleton terminó por insertarse en el subconsciente colectivo de los norteamericanos y sirvió para que público y legisladores se enzarzaran en un debate político sobre el control de las armas en Estados Unidos, y la posesión de un arma de fuego como derecho estipulado en la Segunda Enmienda de la Constitución estadounidense. Pero también porque los asesinos conocían a sus víctimas, habían comido con ellas, estudiado con ellas y porque en el fondo eran todos adolescentes en una sociedad del primer mundo y ese tipo de cosas no deberían pasar allí.
No eran empollones, ni descastados, ni frikis, apunta al magazine Time el periodista Dave Cullen, autor del libro Columbine, que se publica esta semana en Estados Unidos. El consenso general entre los psicólogos es que el extrovertido Harris escondía una gravísima tendencia psicópata que pasó desapercibida hasta el día de la masacre. Klebold, sin embargo, era un enorme muchacho inseguro de casi 1,90 que podría ser víctima de frecuentes ataques de depresión.
Harris era un homicida programado para matar, que tenía un diario personal llamado El Libro de Dios, y que escribía en una página web en la que abogaba constantemente por dañar y matar a tantos de esos cabrones (sus compañeros) como sea posible. Klebold es el caso más perturbador, escribe Cullen, porque en el fondo era el más parecido a nosotros. Si hay una lección aquí, hay que aprenderla de él: podía amar y odiar como el resto de las personas. Descartó ambas opciones.
Columbine destapó una ola de críticas generalizadas contra la normativa estadounidense que regula la posesión de armas y, concretamente, contra su principal organización defensora: la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y su por entonces máximo representante, el actor Charlton Heston. Hace ocho años, las encuestas revelaban que más de la mitad de la población, un 54 por ciento, se mostraba a favor de la inserción de una legislación más estricta. Hoy en día, el apoyo registra un mínimo histórico del 39 por ciento.