El somarrillo


Me he leído el artículo publicado en The Guardian, ilustrado, por cierto, con la imagen de un secadero de jamones de Guijuelo. El ministro dice que las macrogranjas contaminan el suelo, el agua y se exporta carne de baja calidad de animales maltratados.

En Guadalajara no nos tienen que explicar qué es un somarro ni un somarrillo, ni en su acepción principal ni figurada. Todos lo hemos degustado, especialmente en época de matanza, y soportado los de toda clase y condición durante todo el año. Lo malo es cuando el somarro te amarga el somarrillo.

En estos días un ministro del gobierno de España nos ha querido dar doble ración de lo uno privándonos de lo otro y de paso del jamón, la panceta y el lomo. Mucho se ha hablado y escrito de sus dotes de inoportunidad y lo que te rondaré morena.

Me refiero, como todos habrán imaginado, al ministro de consumo y a sus declaraciones a un   diario inglés. Y como no me gusta hablar de oídas, quiero señalar que me he leído el artículo publicado en The Guardian, ilustrado, por cierto, con la imagen de un secadero de jamones de Guijuelo, en Salamanca. El ministro dice textualmente: “ellos (las macrogranjas) contaminan el suelo, contaminan el agua y exportan su carne de baja calidad de animales maltratados…”. Estamos hablando, aunque no lo parezca por las palabras del susodicho, de una actividad económica legal, que precisa de autorizaciones administrativas y que este señor es ministro y, por lo tanto, podría dedicarse a mejorar, dentro del gobierno o en colaboración con su grupo parlamentario, la regulación de las condiciones de instalación de dichas macrogranjas.

En nuestro derecho encontramos conceptos como daño reputacional, injurias, calumnias, daños morales y daños materiales; conceptos que, en definitiva, hablan de las reglas del juego que permiten a una empresa o individuo mantener el derecho al buen nombre en su actividad de prestación de servicios o de proporcionar productos a los clientes.

Existen peligros concretos, especialmente en las redes sociales, para el buen nombre, la buena fama de las empresas. Las opiniones y críticas pueden acabar arruinando un negocio hasta ese momento próspero. Y la cuestión es que ese daño en muchas ocasiones se asocia a imputaciones infundadas o, directamente falsas, la denigración de la empresa o sus productos. 

Las compañías, especialmente las grandes, tienen grandes sistemas de “escucha” en las redes sociales para atender y atajar esos riesgos reputacionales, bulos más o menos inconsistentes y fake news gratuitas o con un propósito comercial firme que se esconde tras esa denigración pública de una marca o producto. Pero esto es otra cosa. ¿Cómo luchar contra las declaraciones de un ministro del gobierno de España en un diario extranjero, criticando la producción ganadera en nuestro país?

El derecho penal no es la respuesta casi nunca, y en este caso, creo sinceramente que tampoco. Aunque las declaraciones sean poco oportunas o incluso inveraces, no se dirigen contra nadie en concreto y la imputación de hechos, difusa. Por lo tanto, poco recorrido tendría esta vía para lo que en lenguaje coloquial llamaríamos una metedura de pata.

La Ley General de Publicidad y la Ley de Competencia Desleal atienden los casos de publicidad denigratoria, como forma de publicidad ilícita. Esta última ley señala que los actos de denigración consisten en “(…) la realización o difusión de manifestaciones sobre la actividad, las prestaciones, el establecimiento o las relaciones mercantiles de un tercero que sean aptas para menoscabar su crédito en el mercado, a no ser que sean exactas, verdaderas y pertinentes”. Lo que sucede es que el ministro no denigra a una empresa, sino a todo un sector sin identificar ni concretar a ninguno de sus integrantes. Y curiosamente eso evitaría más que probablemente la responsabilidad por su irresponsabilidad en el mundo del derecho.

Y si acudimos al derecho de daños, la prueba podría convertirse en imposible: demostrar que han sido las declaraciones del ministro lo que ha causado directamente, o al menos como un factor determinante, el daño económico a una empresa por la pérdida de reputación del sector no se me antoja algo sencillo. 

Así que nos queda el recurso a esperar las responsabilidades políticas; y mucho me temo que el cumplimiento del contrato blindado de ministro de cuota del que disfruta Garzón le va a eximir del pago de lo debido en forma de cese, también en esta ocasión.  Al final, y como siempre, la cuenta del somarro y del somarrillo la pagaremos los de siempre. Al tiempo.